lunes

LA NOCHE DE LOS MUSEOS


El sábado pasado se celebró la llamada "noche europea de los museos" y, no podía ser de otra manera, el Museo del Prado abrió sus puertas hasta la una de la madrugada. El acceso a las salas de la planta principal era gratuito, con lo que el edificio se llenó de personas de las más variadas edades, procedencias e intereses. Parecía aquel abigarrado muestrario de razas y culturas diferentes una moderna Babel y así se lo dije a mi buen amigo el enano Don Sebastián de Morra, inmortalizado desde el siglo XVII en un óleo de Velázquez. Sebastián asintió y miró de soslayo al guardia de la sala antes de responderme en voz muy baja: 

- Manolito, socio, en este mundo hay gente pa tó. Yo nunca me canso de observar a los visitantes, y mira que llevo años aquí. ¡Si es que el verdadero Museo son ellos, no nosotros los de los cuadros!



viernes

LA CAÑADA DE MASILLA Y LA POZA DE LAS CAÑABRAVAS


De niño, el miedo a los cocodrilos y a caer en la oscura Poza de las cañabravas, donde según mi madre había desaparecido el viejo Maravilla con carreta de bueyes y todo, ubicaron a la Cañada de Masilla en un sitio especial en mi memoria. Hubo incluso una época en que sólo me atrevía a ir allí con mi hermanito si nos acompañaba el perro Johnny, que sabía nadar como un pez y no le tenía miedo a nada.


Los cuentos del güije que en las noches sin luna salía de su escondite en la Cañada para hacer travesuras, de las grandes truchas agazapadas en el fondo de la Poza de las cañabravas y el de las anguilas que venían desde el lejano océano Atlántico para tener sus crías en el mismo lugar donde ellas nacieran los repetía mi madre sin inmutarse, como si fueran las más evidentes verdades de este mundo. 


Pero según iba creciendo aumentaba mi osadía, y yo no encontraba en la cañada de Masilla más que pequeñas biajacas. Así, la misteriosa Poza de las cañabravas empezó a parecerme cada vez más pequeña e inofensiva; los que permanecían inalterables eran la mata de naranjas y el apretado puñado de zarzas que compartían sus márgenes con las cañabravas. Ya de mayor llevé varias veces a mis hijos y sobrinos a la zona, a pasear por el campo y cazar tomeguines con jaulas de trampa que colocábamos entre las zarzas, repitiéndoles las mismas increíbles historias que antes le escuchara a mi madre, aunque aclarándoles, eso sí, que sólo se trataba de viejas leyendas. 
En alguna que otra ocasión iba solo al lugar, cuando algo me preocupaba y necesitaba pensar en paz. Uno de esos días oscuros, llegué a la Poza, corté una vara de cañabrava, puse una lombriz como pretexto en el anzuelo y me senté a darle vueltas al problema de turno. Así, cuando menos lo esperaba, pesqué aquella impresionante anguila de casi dos metros de largo e iracundos ojos rojos que de un solo golpe resucitó la fe en los viejos cuentos de mi madre; y, agradecido, devolví el animal al agua. Pocos años después, tras la dolorosa muerte de mi madre, volví varias veces allí, a recordarla en el lugar donde trascurrieran su infancia y parte de la mía.

La última vez que fui a la Cañada de Masilla me senté en la orilla de la Poza de las cañabravas con una Biblia en las manos. Esa mañana la Poza parecía tener vida propia, acariciada por una suave brisa que hacía danzar en sutil vaivén al puñado de flores de agua que flotaban en su superficie. Permanecí un rato quieto, en absoluto silencio, y de repente vi a una trucha descomunal asomar la cabeza fuera del agua, y un sinsonte atrevido jugó con los cordones de mis botas, y multitud de insectos diferentes hicieron de mi cuerpo su camino. Los rayos del sol se escurrían entre los troncos de las cañabravas mecidas por el viento, transmitiendo una oscilante sensación de vida difícil de explicar, como si una sonrisa de güije burlón flotara en el ambiente. Sólo se escuchaba el leve crujido de las cañabravas y el cercano canto de un tomeguín del pinar oculto entre las zarzas; el aire olía a azahar, y por unos segundos el tiempo se detuvo.
Nunca más he vuelto allí, ¿para qué, si ya sabía absolutamente todo lo que tenía que saber?



 
PD sin ironía: Es curioso, el nombre “Cañada de Masilla” no aparece en ninguna entrada de Google, y ni hablar de la Poza de las cañabravas. Así que, a los ojos del mundo contemporáneo, donde algo sólo existe si está en la Red, es como si ese mágico lugar nunca hubiera existido. Gran mentira, la de Internet.