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sábado

CUBA, AÑO 24 DEL SIGLO 21

   Ningún sistema político-económico es perfecto porque, evidentemente, ninguna obra humana lo es. Así, en cualquier sistema de gobierno es fácil encontrar virtudes y defectos que señalar, lo estúpido y manipulador está en amplificar solo lo negativo del contrario exaltando hasta el ridículo solo lo positivo del sistema que uno defiende. Este es el más pueril de los autoengaños, que, así lo ha demostrado la historia, tarde o temprano termina por llevar al vertedero a su obcecado sostenedor.

  Hay dos formas básicas de gobierno en el mundo de hoy: la dictadura y la democracia. Según el diccionario de la RAE, dictadura es: “Régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales”; y democracia es: “Sistema político en el cual la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce directamente o por medio de representantes”.

  La dictadura y la democracia, aunque tienen una esencia propia bien definida, se manifiestan en cada país con variadas formas e intensidades. En el mundo hay dictaduras de derecha, de izquierda y teocráticas, que aspiran a permanecer inalterables por los siglos de los siglos; y hay democracias de izquierda y de derecha, que en cualquier genuina votación popular pueden cambiar radicalmente su signo político.

  Sesenta y cinco años después de la Revolución de 1959, en un mundo muy diferente, Cuba semeja una isla detenida en el tiempo, que gira constantemente sobre sí misma mientras cada día se desgasta un poco más. Una isla dividida de la que muchos, la mayor parte jóvenes sin esperanzas, huyen dejándolo todo atrás. Una isla que sufre demasiado a cambio de nada; o de más de lo mismo, que parece otra cosa pero es igual.

  Nadie tiene derecho a imponerle su punto de vista a los demás, nadie tiene derecho a reprimir al que piensa diferente. En mi opinión, por difícil que parezca, el primer paso para la solución a los graves y crecientes problemas actuales de Cuba está en acabar de una vez por todas con el ciego enfrentamiento entre hermanos. Esta es la clave de lo que hoy deberíamos estar debatiendo pacíficamente los cubanos, en vez de perder el tiempo y la vida con estridentes diálogos de sordos e inútiles fogonazos de barricada ideológica. Porque mientras el show mediático discurre y los oportunistas de ambos bandos llenan sus sucias panzas, Cuba se muere.

   Es el conjunto del pueblo cubano quien debería estar en condiciones de elegir libremente la forma de gobierno que quiera darse, cualquiera que ésta sea. Verdad de Perogrullo que muchos necios, y unos cuantos sinverguenzas también, se niegan a aceptar. 

 

 

domingo

LA ISLA COMO UN TITANIC

 

   
 Sinfonía de gallos, cascos de caballos pisoteando el asfalto, ladridos de perros, roncos motores de camiones desahuciados, voces de gente recién levantada y los vendedores ambulantes vociferando: “¡Vaya, el pan suave!”. Los ruidos del amanecer entran en mi cabeza sin pedir permiso; es como si uno estuviera literalmente acostado en la calle, entre la gente y los animales que despiertan.

A los pies del balcón de mi habitación una enfática voz afirma: 

─ ¡Nosotros hicimos la Revolución, ahora que la sigan haciendo ellos, los jóvenes!

Apago el cansino ventilador que, cuando hay electricidad, me ayuda a evadir el calor y los mosquitos y me asomo al balcón. El que habla es un anciano corpulento, lleva la camisa abierta y una gorrita ladeada que casi le cubre la frente; el otro, el que escucha, un flaco de cetrino aspecto, aprieta una jaba de tela vacía en la mano y demora unos segundos en responder: 

 ─ ¿Qué coño Revolución van a hacer si se están escapando todos? Huyen para cualquier parte del mundo sin mirar atrás... Esta isla es una especie de trasatlántico que se hunde lentamente en el mar. Un Titanic con la mayor parte de los pasajeros saltando por las escotillas mientras la orquesta del Gobierno, como si no pasara nada, sigue interpretando en la cubierta el mismo vals de hace sesenta años.

Frente a ellos, en la esquina de las calles San Vicente y Esquerra, un perro escarba en las bolsas de basura que envejecen en la acera. 

  

viernes

SIN ÁNIMO DE OFENDER "Al que le sirva el sayo..."

   Para domesticar la inconformidad de sus súbditos, las dictaduras suelen valerse de una pléyade de intelectuales a los que paga y mima, amenazando de paso con el ostracismo a aquellos que osen cuestionar la línea oficial. Cuando se trata de controlar el pensamiento de la gente siempre resulta más eficaz la autocensura que la censura directa, y eso lo saben muy bien las dictaduras.

  Hace veinte siglos el historiador romano Tácito definió a la autocensura como la dulce inercia: la renuncia a trasgredir la escala de valores vigente con el fin de evitarse conflictos y, si es posible, obtener algún beneficio personal. Al igual que muchos de los intelectuales cubanos residentes en la isla, Tácito vivió en una época sumisa, en la que, para sobrevivir, los inconformes callaban y obedecían.

  En Cuba el eje alrededor del cual gravita buena parte de la vida cultural no es solo la omnipresente censura del poder, sino, sobre todo, el miedo interior de sus creadores, que para subsistir dependen literalmente del gobierno. Por esa razón -por ejemplo- muchos de nuestros escritores y periodistas critican con vehemencia, sin conocerlas más que por referencias, situaciones tan terribles como la emigración africana en el Mediterráneo e ignoran olímpicamente el drama de su país; de sus hijos, hermanos y nietos que hoy mismo se juegan la vida atravesando Centroamérica en busca de una esperanza que saben perdida en su patria. Durante más de sesenta años, millones de cubanos han escapado a cualquier otro lugar del mundo dejando atrás una estela incalculable de muertos, dolor, separación, angustia. Pero lo que le interesa a estos intelectuales nuestros es denunciar lo que ocurre en el Mediterráneo -a ocho mil kilómetros de distancia- ocultando lo que ocurre delante de sus ojos, con su propia gente. ¿Cómo calificar a esta actitud?

  Y lo de la sangría migratoria es solo un ejemplo porque lo mismo puede decirse de la corrupción imperante en la isla, de las crecientes e injustas desigualdades sociales, del desastre crónico de la economía, de la aplastante represión de los disidentes... Señalar con acritud lo malo que ocurre lejos y ocultar con un manto de silencio lo malo que ocurre en la propia casa, ésa parece ser la esencia de la dulce y suicida inercia nacional.

   Más que rechazo o repulsión, esta actitud de muchos de nuestros intelectuales lo que me provoca es una enorme pena y tristeza. Porque bien sé que buena parte de ellos, a fuerza de repetirlas con los ojos cerrados, han llegado casi a creerse las mentiras que desde hace demasiadas décadas les dicta el poder.

  Por supuesto que cada cual es libre de escribir lo que estime conveniente, y también esclavo de la cobardía que le amordaza. A quién crea que le sirve este sayo, que se lo ponga.




sábado

EN SANTA CLARA UN CABALLO BLANCO AVANZA LENTAMENTE POR LA ACERA

 Un caballo blanco extremadamente flaco, con mataduras infectadas en el lomo y tiras rojas amarradas en las patas delanteras, camina por la acera de la calle Independencia.

El caballo avanza ajeno a todo lo que le rodea; y como si de una persona desahuciada se tratara, la gente le cede respetuosamente el paso. Al llegar al puente del río Bélico, el animal se detiene un instante a orinar y, cabizbajo, continúa su lento viaje a ninguna parte.

En Santa Clara, el orine de los caballos carretoneros fluye libremente por las calles, se infiltra en el asfalto, y bajo los efectos del sol tropical impregna el aire de un olor peculiar. Un olor que te golpea y desconcierta en los primeros días, pero pronto, a fuerza de tenerlo siempre presente, terminas por aceptarlo como algo natural. Te has integrado definitivamente al tufo que domina el ambiente y, aunque no lo desees, ya formas parte indisoluble de él.

En Santa Clara, muchos de sus habitantes semejan caballos que avanzan sin esperanza alguna por la única acera de sus vidas.