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domingo

LA ISLA COMO UN TITANIC

 

   
 Sinfonía de gallos, cascos de caballos pisoteando el asfalto, ladridos de perros, roncos motores de camiones desahuciados, voces de gente recién levantada y los vendedores ambulantes vociferando: “¡Vaya, el pan suave!”. Los ruidos del amanecer entran en mi cabeza sin pedir permiso; es como si uno estuviera literalmente acostado en la calle, entre la gente y los animales que despiertan.

A los pies del balcón de mi habitación una enfática voz afirma: 

─ ¡Nosotros hicimos la Revolución, ahora que la sigan haciendo ellos, los jóvenes!

Apago el cansino ventilador que, cuando hay electricidad, me ayuda a evadir el calor y los mosquitos y me asomo al balcón. El que habla es un anciano corpulento, lleva la camisa abierta y una gorrita ladeada que casi le cubre la frente; el otro, el que escucha, un flaco de cetrino aspecto, aprieta una jaba de tela vacía en la mano y demora unos segundos en responder: 

 ─ ¿Qué coño Revolución van a hacer si se están escapando todos? Huyen para cualquier parte del mundo sin mirar atrás... Esta isla es una especie de trasatlántico que se hunde lentamente en el mar. Un Titanic con la mayor parte de los pasajeros saltando por las escotillas mientras la orquesta del Gobierno, como si no pasara nada, sigue interpretando en la cubierta el mismo vals de hace sesenta años.

Frente a ellos, en la esquina de las calles San Vicente y Esquerra, un perro escarba en las bolsas de basura que envejecen en la acera. 

  

viernes

HISTORIAS DE SANTA CLARA: PANTA REI

Nos detuvimos en el puente del río Bélico para que Felicita pudiera vomitar. Acabábamos de dispararnos unos cuantos tragos. Bueno, en realidad fueron dos botellas de Decano, ese deleznable ron adulterado que ha impulsado a cientos de alcohólicos empedernidos a renunciar definitivamente a la bebida.

El Yeti, Felicita y yo somos amigos desde la adolescencia, esa maravillosa etapa de la vida donde, a golpe y porrazo, se cimenta todo lo que luego uno será. En esa época el Yeti era un flaco destartalado con demasiados libros de filosofía en la cabeza, yo un gordito que desconocía la importancia del desodorante; y Felicita una mulatica china de ojos vivaces, bastante poco cerebro y una generosidad sin límites. 

Fue, precisamente, Felicita la persona que fraguó nuestra imbatible amistad, pues mientras ella se esmeraba enseñándole el kamasutra al Yeti en la Loma del Capiro, yo vigilaba al otro lado del matorral. Y luego, cuando tocaba mi clase magistral, el Yeti vigilaba el mismo matorral. Eso consolidó nuestra hermosa relación a tres bandas. Una relación cimentada con mucho ADN compartido y mutua solidaridad. Una relación que, contra viento y marea, continúa, imbatible, en los días de hoy. 

Mientras Felicita vomitaba apoyada en la baranda del puente, el Yeti, viendo pasar la oscura corriente del río, abrió la boca y tras liberar un sutil eructo susurró:

-    Panta rei.

-    ¿Se te volvió a enredar la lengua? -pregunté, preocupado.

-  Estoy hablando en griego antiguo, iletrado. Panta rei es un concepto emitido por el filósofo Heráclito, que más o menos quiere decir que la vida es un río que fluye sin cesar rumbo al mar del infinito.

Y yo, que soy nieto de ferroviario, desde mi propia experiencia personal riposté:

-   La vida es un viaje en tren. Te montan contra tu voluntad en una estación cualquiera, te sientan junto a la ventanilla a ver el paisaje pasar y te bajan a la fuerza del tren en el momento que más entretenido estabas.

-  Cállate estólido, que no me dejas pensar -masculló el Yeti mientras se aferraba a mi hombro para evitar caer al vacío-. La vida es un río que fluye sin cesar, y nosotros somos barcos de papel arrastrados por la corriente… A veces encallamos en un oscuro meandro, a veces atravesamos peligrosos rápidos, en ciertos tramos viajamos solos y en otros excesivamente acompañados. Así navegamos por el arcano río de la vida, hasta llegar al mar inconmensurable…

-   Hasta llegar al final del puto viaje en tren querrás decir.

Un desvencijado caballejo, uno de esos pobres animales que los carretoneros cubanos abandonan a su suerte cuando ya no pueden dar un paso más, avanzaba cabizbajo por el sediento cauce del Bélico. Al escuchar la profunda voz del Yeti, el animalito se detuvo justo debajo del puente y levantó la cabeza, muy interesado al parecer en nuestra conversación.

-   ¡Ay, ignorante supino! -continuó mi inspirado amigo-. Careces de la más elemental idea acerca del funcionamiento de las leyes espirituales que rigen el universo… Al llegar nuestra barca al mar, ya lo dijo el gran Buda, volvemos al punto de partida con el karma acumulado en el viaje recién concluido. Con cada reencarnación emprendemos un nuevo recorrido en busca de la luz definitiva… La vida es un inefable río al que siempre terminamos por regresar -concluyó el Yeti ante la mirada asombrada del caballo.

Fue entonces cuando Felicita, con los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo de la vomitera, apuntó con la mano izquierda al río y gritó a voz en cuello:

 

 -  ¡Coñooó! ¡Tremendo mojón viene flotando por ahí!

 


 

sábado

EN SANTA CLARA UN CABALLO BLANCO AVANZA LENTAMENTE POR LA ACERA

 Un caballo blanco extremadamente flaco, con mataduras infectadas en el lomo y tiras rojas amarradas en las patas delanteras, camina por la acera de la calle Independencia.

El caballo avanza ajeno a todo lo que le rodea; y como si de una persona desahuciada se tratara, la gente le cede respetuosamente el paso. Al llegar al puente del río Bélico, el animal se detiene un instante a orinar y, cabizbajo, continúa su lento viaje a ninguna parte.

En Santa Clara, el orine de los caballos carretoneros fluye libremente por las calles, se infiltra en el asfalto, y bajo los efectos del sol tropical impregna el aire de un olor peculiar. Un olor que te golpea y desconcierta en los primeros días, pero pronto, a fuerza de tenerlo siempre presente, terminas por aceptarlo como algo natural. Te has integrado definitivamente al tufo que domina el ambiente y, aunque no lo desees, ya formas parte indisoluble de él.

En Santa Clara, muchos de sus habitantes semejan caballos que avanzan sin esperanza alguna por la única acera de sus vidas.