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lunes

HASTA EL FIN DEL MUNDO


La editorial Sed de Belleza acaba de publicar Hasta el fin del mundo, la novela que en una memorable noche de música y reconciliación me inspiraron Bebo y Chucho Valdés, y que en 2009 vió la luz en su edicion española. 

Hasta el fin del mundo está disponible ahora para los lectores que mejor la pueden comprender: los cubanos, especialmente los de mi querida ciudad de Santa Clara.

Sobre esta novela, el editor y crítico literario Ricardo Riverón Rojas ha escrito en la web Cuba Literaria la reseña que con gusto comparto aquí 

http://www.cubaliteraria.com/articuloc.php?idarticulo=21664&idcolumna=37 

Espero que muchos de mis hermanos disfruten con este inusual Camino de Santiago; una historia pensada para sonreir, y también para meditar en las razones e instintos que mueven nuestras vidas. 









 


jueves

QUÉ SERÁ

A comienzos del año 2000, justo antes de la llegada del nuevo siglo, yo solía sentarme por las tardes en la puerta de mi casa, viendo a la gente pasar por la calle de mi vida. Faltaba poco tiempo para el viaje definitivo a España; culminaba una etapa y empezaba otra, llena de esperanzas e incertidumbres.
Sentado en la puerta, por lo general sin camisa y descalzo, tarareaba una y otra vez la letra de "Qué será", la canción de José Feliciano, por esa época un cantautor poco divulgado en Cuba.

Pueblo mío que estás en la colina
Tendido como un viejo que se muere
La pena, el abandono,
Son tu triste compañía
Pueblo mío te dejo sin alegría

Mis amigos ya se fueron casi todos 
Y los otros partirán después que yo 
Lo siento, porque amaba
Su agradable compañía
Mas es mi vida y tengo que marchar....
 

Qué será, qué será, que será
Qué será de mi vida, qué será,
En la noche mi guitarra
Dulcemente sonará
Y una niña de mi pueblo llorará...

Quince años después de haber partido, regresé a Santa Clara y desde la puerta de la que fuera mi casa miré de nuevo la calle de mi vida. Poco había cambiado. La ciudad continuaba agonizando y las rutinas de siempre anidaban en ella. Tal y como anticipara la canción de Feliciano, muchos de mis amigos habían marchado después que yo, y los que optaron por seguir allí languidecían a la espera de alguna llamada de sus hijos; porque los hijos de los que se quedaron, terminaron marchando ellos mismos.

Tantos años después, la mayor parte de los sueños que me impulsaron a partir se han cumplido. Ha pasado el tiempo, trayendo nuevas esperanzas y nuevos sueños; y hoy como ayer, ahora sentado en el jardín de mi nueva casa, sigo tarareando el estribillo de la vieja canción de Feliciano:

Qué será, qué será, qué será
Qué será de mi vida, que será...
▶ José Feliciano Que será


domingo

AUTORRETRATO GENÉTICO


Soy, como casi todo el mundo, hijo de mi padre y de mi madre.

A mi padre le rodeaba la aureola de tipo duro y eso que su nombre, Telesforo, incitaba al choteo criollo; pero en ese país de jodedores natos que es Cuba no conocí a nadie que se atreviera a faltarle el respeto a aquel español de voz grave, genio vivaz y acerados ojos verdes. Mi padre no tenía pasado ni familia fuera de nosotros, todo se traducía a un “allá en España”, un país que él abandonara muy joven y del que nunca llegaban noticias. Así que, fuera de mis no siempre idílicas vivencias personales, lo poco que conocí de la vida de él fue a través de las épicas batallitas que a veces, incitados por el ron, rememoraban sus viejos compañeros de los Omnibus Santiago-Habana.

Mi madre se llamaba Julia Caridad y en muchos aspectos era el polo opuesto de mi padre: tenía la piel muy blanca, el pelo castaño, la voz dulce, las formas redondeadas y los ojos rasgados, tan negros como el azabache. Nunca le vi leer papel alguno y mucho menos escribir cartas, pero atesoraba con amor todas las fotos de la familia que llegaban a sus manos. Paciente y serena aún en los peores momentos, tenía un estricto código moral que le llevaba a solidarizarse con hechos más que con palabras con cualquiera que lo estuviera pasando mal y, sobre todo, vivía muy atenta a sus tíos y primos del campo con los que había compartido una difícil infancia.


Hoy, al mirarme desnudo en el espejo luego de una larga noche de insomnio, he descubierto que de mis padres heredé los ojos rasgados de ella y la verde mirada de él, la piel rosácea de ella y el pito contundente de él, la benevolencia innata en ella y el ríspido carácter de él, el pelo castaño de ella y los dientes amarillos de él, la infinita paciencia de ella y la indomable tozudez de él. Soy una mezcla aleatoria de las virtudes y defectos de mis progenitores, y tal vez esa es la causa por la que algunas personas me consideran un hombre de buen corazón y otras afirman que soy un maldito hijo de puta. En mi defensa quisiera alegar que bajo ningún concepto puede considerárseme el último responsable de mis actos reprobables, porque lo que soy y hago no es más que el resultado del puñado de genes que sin pretenderlo he heredado. Y todo el mundo sabe que los hijos nunca deberían pagar por las culpas de sus padres.


Una buena amiga mía sostiene que yo soy gallego de la cabeza a la cintura y cubano de la cintura para abajo, aunque a mí me parece que en verdad es todo lo contrario. Mirándome bien frente al espejo, pienso que soy un imbécil con muchísima suerte, un mentiroso empeñado en decir siempre la verdad y un cobarde demasiado arriesgado. Todo en mí depende, supongo, de la parte de la herencia genética que prime en un momento determinado así que, querido lector, si por casualidad este breve comentario te parece una absoluta estupidez no dejes por ello de leer de nuevo mi blog: quizás mañana por la mañana te escriba precisamente todo lo contrario.

viernes

LA CAÑADA DE MASILLA Y LA POZA DE LAS CAÑABRAVAS


De niño, el miedo a los cocodrilos y a caer en la oscura Poza de las cañabravas, donde según mi madre había desaparecido el viejo Maravilla con carreta de bueyes y todo, ubicaron a la Cañada de Masilla en un sitio especial en mi memoria. Hubo incluso una época en que sólo me atrevía a ir allí con mi hermanito si nos acompañaba el perro Johnny, que sabía nadar como un pez y no le tenía miedo a nada.


Los cuentos del güije que en las noches sin luna salía de su escondite en la Cañada para hacer travesuras, de las grandes truchas agazapadas en el fondo de la Poza de las cañabravas y el de las anguilas que venían desde el lejano océano Atlántico para tener sus crías en el mismo lugar donde ellas nacieran los repetía mi madre sin inmutarse, como si fueran las más evidentes verdades de este mundo. 


Pero según iba creciendo aumentaba mi osadía, y yo no encontraba en la cañada de Masilla más que pequeñas biajacas. Así, la misteriosa Poza de las cañabravas empezó a parecerme cada vez más pequeña e inofensiva; los que permanecían inalterables eran la mata de naranjas y el apretado puñado de zarzas que compartían sus márgenes con las cañabravas. Ya de mayor llevé varias veces a mis hijos y sobrinos a la zona, a pasear por el campo y cazar tomeguines con jaulas de trampa que colocábamos entre las zarzas, repitiéndoles las mismas increíbles historias que antes le escuchara a mi madre, aunque aclarándoles, eso sí, que sólo se trataba de viejas leyendas. 
En alguna que otra ocasión iba solo al lugar, cuando algo me preocupaba y necesitaba pensar en paz. Uno de esos días oscuros, llegué a la Poza, corté una vara de cañabrava, puse una lombriz como pretexto en el anzuelo y me senté a darle vueltas al problema de turno. Así, cuando menos lo esperaba, pesqué aquella impresionante anguila de casi dos metros de largo e iracundos ojos rojos que de un solo golpe resucitó la fe en los viejos cuentos de mi madre; y, agradecido, devolví el animal al agua. Pocos años después, tras la dolorosa muerte de mi madre, volví varias veces allí, a recordarla en el lugar donde trascurrieran su infancia y parte de la mía.

La última vez que fui a la Cañada de Masilla me senté en la orilla de la Poza de las cañabravas con una Biblia en las manos. Esa mañana la Poza parecía tener vida propia, acariciada por una suave brisa que hacía danzar en sutil vaivén al puñado de flores de agua que flotaban en su superficie. Permanecí un rato quieto, en absoluto silencio, y de repente vi a una trucha descomunal asomar la cabeza fuera del agua, y un sinsonte atrevido jugó con los cordones de mis botas, y multitud de insectos diferentes hicieron de mi cuerpo su camino. Los rayos del sol se escurrían entre los troncos de las cañabravas mecidas por el viento, transmitiendo una oscilante sensación de vida difícil de explicar, como si una sonrisa de güije burlón flotara en el ambiente. Sólo se escuchaba el leve crujido de las cañabravas y el cercano canto de un tomeguín del pinar oculto entre las zarzas; el aire olía a azahar, y por unos segundos el tiempo se detuvo.
Nunca más he vuelto allí, ¿para qué, si ya sabía absolutamente todo lo que tenía que saber?



 
PD sin ironía: Es curioso, el nombre “Cañada de Masilla” no aparece en ninguna entrada de Google, y ni hablar de la Poza de las cañabravas. Así que, a los ojos del mundo contemporáneo, donde algo sólo existe si está en la Red, es como si ese mágico lugar nunca hubiera existido. Gran mentira, la de Internet.

LA HABANA

ATARDECER EN LA HABANA (Foto de Adolfo Capote Gaviero)

“La Habana –se dijo el Viejo, que había adquirido desde hacía algún tiempo la costumbre de hablar consigo mismo-. A menudo me pregunto cómo andará La Habana y me digo que sería maravilloso volver a caminar por El Malecón, por la calle Obispo, por La Rampa, Miramar, Marianao, Mantilla, Cojímar; sentarme una vez más en Coppelia, en el cine Payret, abrazar las palmas reales del Parque Central, descansar a la sombra de la ceiba de El Templete. Pero tengo miedo a volver y descubrir que las cosas no son ya lo que eran. Una vez amé con toda mi alma a esa ciudad en la que viví la parte más feliz de mi existencia, de donde salí hace casi 20 años y adonde nunca más he regresado."
"Todo el mundo quiere ahora ir a La Habana, al eterno calor del trópico, a conocer gente alegre y vivir disímiles aventuras; al país en que todo es distinto, al lugar donde todo es posible. Muchos  quieren ir “antes de que aquello cambie” a conocer una ciudad que se cae a pedazos, detenida en el tiempo; que está llena de consignas y susurros, que sufre lo indecible y se carcajea de sus propias miserias –y siguió diciéndose el Viejo-. ¿Qué pasa con esa ciudad, La Habana, que llama tanto la atención? A fin de cuentas una ciudad no es más que eso: un lugar donde vive gente de todo tipo, con calles, plazas, cierto clima más o menos soportable, ruinas y edificios de reciente construcción. En el fondo todas las ciudades son iguales. Y La Habana no es más hermosa, ni más histórica, ni más extraordinaria que cualquier otra capital del mundo. Creo que es ese nombre, La Habana, el que nos hace sentir atraídos por ella. La Habana, hembra cálida y sensual que con tu nombre despiertas utopías y apetitos innombrables. Tu nombre huele a mulata, a ron, a galán de noche y salitre, a pasión y desparpajo. Tu nombre suena a tambores y a ballet clásico. Tu nombre define el sitio donde un mar enamorado abraza a esa inefable tierra verde tan llena de luz, y de nostalgia por aquellas cosas que desde siempre anhelamos y nunca llegaremos a poseer."

Fragmento de "PECES ROJOS EN LA LUVIA", mi primera novela, que hoy cumple diez años... con demasiada frecuencia las cosas que un día escribo terminan cumpliéndose en el tiempo...