Llueva o haga sol, siempre está allí, silenciosa y ausente. Lleva varias semanas acurrucada en el mismo sucio pedazo de acera aledaño a la puerta de una concurrida farmacia. Está ahí prácticamente todo el día, las noches no sé dónde las pasará.
Extremadamente flaca, con un rictus de dolor en los labios, la mirada perdida y un vaso vacío a modo de escudilla a cuyo lado un pedazo de cartón suplica con buena letra y ortografía: "Buenos días. Estoy enferma y en la calle. Una ayuda, por favor". Esa mujer no tiene aspecto de mendiga profesional, ni de drogadicta; suele estar aseada y aún vestida, como está, con ropas muy usadas se percibe el decoro en su escuálida amargura.
Hoy parece haberse quedado dormida con las gafas puestas, abrazada a un libro enorme que bien pudiera ser la Biblia; o quizás sea El Capital, ¿en este caso qué más da? No conozco mucha gente capaz de dormir abrazada a un libro.
Los transeúntes pasamos a su lado sin apenas mirarla. Como si no existiera nada en ese sucio pedazo de acera donde una mujer agoniza asida a un libro. Si fuera un perro abandonado, ya alguien (¡somos tan solidarios!) habría tenido compasión de ella: siempre cabe uno más en la protectora de animales.