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NADA ES PARA SIEMPRE

 

 
 La vida es un misterio. Un lento aprendizaje sin fin aparente. Un viaje a lo desconocido salpicado de encuentros inesperados, sentimientos contradictorios, sucesos improbables, miradas fugaces, quimeras fructificadas, ilusiones calcinadas… Y a pesar de que demasiado a menudo el caprichoso azar gobierna nuestros caminos, todo lo que un día ha de ocurrir parece estar escrito de antemano en el libro de la vida.

Nada es para siempre (editorial Capiro, Cuba, 2020) comienza con el encuentro casual, en una playa desierta, de un aburrido jubilado y una espiritual vendedora de loterías; encuentro que da comienzo a una creciente intimidad. Todo parece marchar bien entre los dos amigos hasta que interviene en su relación un atractivo inmigrante bosnio, presunto atracador de bancos… Y poco más adelante, una prostituta desanimada se convierte en el cuarto integrante de una historia de amor en la que solo caben dos.

En opinión de su editor Nada es para siempre combina acertadamente elementos de la novela policial y de la romántica, para ofrecernos una historia apasionante hasta la última de sus páginas. Pero para el lector avezado Nada es para siempre será también una atenta reflexión sobre la soledad interior del ser humano, el milagro del amor compartido y los misterios del azar aparente que rige nuestras vidas.

 

 

 

¿Cómo surgió esta novela?

Hace varias primaveras acompañé a mi amigo Joe Carreiro en un largo recorrido por sitios arqueológicos de Galicia, la tierra de sus antepasados. Joe, que vive en Miami, estaba de vacaciones en España y quería aprovechar la oportunidad para conocer todo lo que de prehistórico pudiera haber en tierras gallegas. Así, para complacer a mi amigo, iniciamos un periplo que culminó en el sitio arqueológico de Tourón: una extensa área salpicada de petroglifos con representaciones humanas, animales y astrales de cinco mil años de antigüedad. 

 

Allí coincidimos de forma casual con un arqueólogo de vanidosa conversación que, animado por nuestro absoluto desconocimiento del tema, nos comentó que muy cerca del sitio donde nos encontrábamos, en un punto cuya ubicación describió a grandes rasgos, él había descubierto años atrás una interesante concentración de petroglifos de muy peculiar factura. La historia exacerbó nuestra curiosidad y, arrastrados por esa extraña fascinación que ejerce el pasado lejano, decidimos conocer in situ los petroglifos mencionados por el arqueólogo, tarea en la que nos empeñamos durante un par de días sin alcanzar resultados positivos.

Estábamos a punto de desistir cuando, en las inmediaciones de un antiguo camino romano, divisamos, sentado bajo un gigantesco roble, a un hombre rodeado de ardillas. Intrigados, nos detuvimos a observarle. Agasajaba a los animalitos con almendras y les hablaba de la misma manera que cualquier otra persona lo haría con sus mascotas domésticas. Al retirarse las ardillas nos acercamos al hombre que, para mi sorpresa, dijo conocerme. “Usted es Dalama, el escritor cubano, ¿verdad? Hace unos días leí la entrevista que le hizo el periódico Faro de Vigo”, afirmó al estrecharme la mano.

 

Así iniciamos una amistosa conversación. A nuestras discretas preguntas el hombre respondió que, aunque no vivían en la zona, él y su mujer solían ir los domingos para limpiar la cercana vivienda, acondicionar el jardín de la finca y darle de comer a las ardillas. Ese día daba la casualidad que su esposa se encontraba indispuesta, razón por la que no había podido acompañarle. Él conocía la ubicación exacta de los petroglifos perdidos en el monte y de buena gana accedió a guiarnos hasta la cima de una colina cercana donde, ocultos por la maleza, decenas de grabados prehistóricos compartían espacio con los restos de un antiguo castro prerromano. En el verano gallego oscurece muy tarde, y allí, entre esas piedras talladas por gentes nacidas miles de años atrás, envueltos en una amena conversación, vimos salir las estrellas.

 

Joe regresó a Miami muy satisfecho de su inmersión en el mágico pasado galaico. Y poco tiempo después de su partida, en el transcurso de una de mis esporádicas caminatas por la ciudad de Vigo, coincidí en el llamado Muelle del Náutico con el hombre que daba de comer a las ardillas. De esa manera reiniciamos la conversación interrumpida en la colina de los petroglifos, dando comienzo a una amistad que continúa en los días de hoy.

 

En el transcurso de nuestras conversaciones el hombre me detalló las singulares circunstancias que le llevaron a conocer a su mujer, el amor de su vida, y a visitar los domingos la “casa de la aldea”, el sitio donde le encontramos la primera vez. También me habló mucho de una mágica playita a la que él y su esposa acostumbraban ir con frecuencia. “La increíble historia de nuestro amor debería aparecer en un libro… Sin dar, por supuesto, datos que nos traigan problemas con la justicia”, repetía al recordar el cúmulo de contradictorios sucesos que les llevaron a enamorarse.

Dialogando con el hombre, escuchando sus intermitentes confidencias y atendiendo a su personal visión de la existencia, fui ubicando en su sitio las diferentes escenas de la historia que sustenta esta novela. 

 

 


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