Soy, como casi todo el mundo, hijo de mi padre y de mi
madre.
A mi padre le rodeaba la aureola de tipo duro y eso que su nombre, Telesforo, incitaba al choteo criollo; pero en ese país de jodedores natos que es Cuba no conocí a nadie que se atreviera a faltarle el respeto a aquel español de voz grave, genio vivaz y acerados ojos verdes. Mi padre no tenía pasado ni familia fuera de nosotros, todo se traducía a un “allá en España”, un país que él abandonara muy joven y del que nunca llegaban noticias. Así que, fuera de mis no siempre idílicas vivencias personales, lo poco que conocí de la vida de él fue a través de las épicas batallitas que a veces, incitados por el ron, rememoraban sus viejos compañeros de los Omnibus Santiago-Habana.
Mi madre se llamaba Julia Caridad y en muchos aspectos era el polo opuesto de mi padre: tenía la piel muy blanca, el pelo castaño, la voz dulce, las formas redondeadas y los ojos rasgados, tan negros como el azabache. Nunca le vi leer papel alguno y mucho menos escribir cartas, pero atesoraba con amor todas las fotos de la familia que llegaban a sus manos. Paciente y serena aún en los peores momentos, tenía un estricto código moral que le llevaba a solidarizarse con hechos más que con palabras con cualquiera que lo estuviera pasando mal y, sobre todo, vivía muy atenta a sus tíos y primos del campo con los que había compartido una difícil infancia.
Hoy, al mirarme desnudo en el espejo luego de una larga noche de
insomnio, he descubierto que de mis padres heredé los ojos rasgados de ella y
la verde mirada de él, la piel rosácea de ella y el pito inquieto
de él, la benevolencia innata en ella y el ríspido carácter de él, el pelo
castaño de ella y los dientes amarillos de él, la infinita paciencia de ella y
la indomable tozudez de él. Soy una mezcla aleatoria de las virtudes y defectos
de mis progenitores, y tal vez esa es la causa por la que algunas personas me
consideran un hombre de buen corazón y otras afirman que soy un maldito hijo de
puta. En mi defensa quisiera alegar que bajo ningún concepto puede considerárseme el último responsable
de mis actos reprobables, porque lo que soy y hago no es más que el resultado del puñado de genes que sin pretenderlo he heredado. Y todo el mundo
sabe que los hijos nunca deberían pagar por las culpas de sus padres.
Una buena amiga mía sostiene que yo soy gallego de la cabeza
a la cintura y cubano de la cintura para abajo, aunque a mí me parece que en
verdad es todo lo contrario. Mirándome bien frente al espejo, pienso
que soy un imbécil con muchísima suerte, un mentiroso empeñado en decir siempre la
verdad y un cobarde demasiado arriesgado. Todo en mí depende, supongo, de la
parte de la herencia genética que prime en un momento determinado así que,
querido lector, si por casualidad este breve comentario te parece una absoluta estupidez no dejes
por ello de leer mis libros: quizás mañana por la mañana pienses precisamente todo lo contrario.