En estos
tiempos del coronavirus bien vale la pena alejarse de las rutinas que forman
parte de nuestra vida cotidiana y apreciar la realidad desde un punto de vista diferente. En plena Costa da Morte gallega se encuentran los Penedos de
Pasarela y Traba, insólitas formaciones graníticas de unos 280 millones de años
de antigüedad muchas de las cuales semejan interesantes figuras humanas y animales.
Un paisaje hoy cubierto en parte por la maleza al que, quince años después de haberlo descubierto, siempre termino
por volver.
Estas rocas son
más obra de arte que azar de la naturaleza. Son arte por lo que nos sugieren al
verlas, y porque constituyen el vital resultado de las fuerzas que rigen el
universo. Las musas de la imaginación viven en estas piedras talladas por el tiempo
y los elementos; y retocadas por las manos de los primeros seres humanos, que
vieron en ellas a lo único perecedero en un mundo harto frágil y pasajero.
La Torre da Moa
-a poco más de 270 metros de altura sobre el nivel del mar- está coronada por
un penedo de extraordinarias dimensiones en cuya base encontramos una hendidura
(A Cova dos Mouros) en la que es posible hallar restos de cerámica y conchas
marinas.
La polémica
acerca de la ubicación en la Torre da Moa de un sitio de culto a los dioses paganos
aún no está zanjada, ni el lugar convenientemente estudiado, pero nadie niega
la existencia en la zona de dólmenes y castros en los que habitaron gentes
que intuían dioses en la naturaleza, y a ellos hacían sacrificios. Especulaciones
arqueológicas aparte, lo cierto es que desde lo alto de la Torre se goza
de una inmejorable vista del mítico valle y la playa de Traba.
Y lo anterior, unido a
las sugerentes formas que ofrecen los bloques de granito de la cercana cumbre de Perna Forcada convierte la
visita al lugar en una experiencia inolvidable.
En ocasiones
conviene hacer un alto en la ruta que nos incitan a seguir para confirmar si el que hacemos es en realidad nuestro propio camino. Quien,
un día, crea que debe reflexionar sobre su existencia debería pulir su voluntad
ascendiendo a estos montes no domesticados, observar desde la cumbre la
pequeñez de lo que creía inmenso, confraternizar con las arcanas estatuas de
piedra que viven allí y percibir el lento paso del tiempo mientras el sol,
imparable, avanza por el firmamento.
No hace falta
mucho equipaje para esta expedición, más bien conviene aligerar la mochila y
sentirse por unas horas como el primer y único ser de la creación. Quien quiera
penetrar el alma de estos parajes no necesita más guía que su corazón, desnudo
y libre.