miércoles

LO QUE ME ENSEÑÓ EL LIMONERO

  En mi jardín, además de las flores y los cactus, viven tres árboles frutales: un naranjo, un manzano y un limonero.

Las naranjas maduran en los meses de enero a marzo, las manzanas de agosto a octubre y los limones de noviembre a enero de cada año, con lo que siempre estoy ocupado con alguno de estos frutos. Las naranjas y manzanas las suelo comer directamente debajo del árbol; mientras que los limones van directos para la cocina, donde los que no se utilizan en el momento se exprimen para congelar su zumo y así tener limonada todo el año. 


Cada uno de los árboles del jardín tiene su historia particular, pero quizás la del limonero sea la más importante para mí. Hace diez años un buen amigo me llamó por teléfono para invitarme a la fiesta de “inauguración” del chalet que acababa de comprar muy cerca de la playa de Samil.

-  Ese día tomaremos mojito, yo pongo el ron y tú los limones, ¿te parece buena idea? -me dijo medio en broma.

- Fantástico -le respondí medio en serio-. Pero en vez de limones te llevaré una postura de limón, la plantaremos en tu patio y así en el futuro cada vez que prepares un trago lo harás con algo mío.

Ni corto ni perezoso fui a Casaplanta, compré una postura de lima (así le llaman en España a nuestro limón cubano) y la guardé en el cobertizo de mi patio. El día de la fiesta de inauguración le llevaría a mi amigo un regalo muy personal, destinado a perdurar en el tiempo.

Pasó una semana, y poco antes de la fiesta mi amigo me llamó por teléfono.

- Mis hijos han comprado un olivo centenario para ubicarlo en el patio de la casa. Lo siento mucho,  pero no queda espacio para ningún otro árbol.

Y la postura de limón quedó olvidada en el cobertizo. Un día, mientras hacía limpieza, la encontré casi seca. La llevaba en las manos para dejarla caer en el tanque de la basura cuando ví que la postura tenía una solitaria florecita blanca en su ramita más alta. 

Y fue por esa florecita, por ese desesperado esfuerzo por sobrevivir, que decidí plantar el limonero en el único espacio que en ese momento tenía libre en el patio: un rincón entre dos paredes.

Empecé a regarlo, abonarlo, a combatir las plagas que en verano lo asolaban. El limonero sobrevivió, y creció por encima de las paredes que lo arrinconaban, y todos los años se llena de flores y nos regala sus frutos. Y me enseñó a no renunciar jamás a la última esperanza.