Para los que vivimos en Galicia, estos meses de
continuos temporales han sido demoledores. Experiencias como
la de avanzar por la calle con vientos de más de cien kilómetros por hora zarandeándote
desde todas las direcciones posibles son dignas de protagonizar "Al filo de lo imposible". Y si la aventura se lleva a
cabo con el paraguas desplegado el vértigo se multiplica, porque viene a ser
algo así como combinar la habilidad necesaria para surfear en la costa hawahiana con la intrepidez de un paracaidista
ciego.
Se critica, con mucha razón, a las personas que dejan sus mascotas en cualquier desolado camino vecinal. Pero, ¿qué pensar de aquellos que abandonan su paraguas en el mismo sitio donde les sorprendió el fatal golpe de viento? Es como traicionar a
un hermano inopinadamente herido de muerte. Porque en Galicia el paraguas no
solo protege del mal tiempo. Aquí, además, es el fiel amigo que nos acompaña a
todas partes, con el que dialogamos en las largas caminatas citadinas, el que nos ayuda a
recuperar el equilibrio ante un inopinado resbalón y constituye algunas veces,
también, el pretexto perfecto para abrazar a
alguien por el talle. Por lo general, el
paraguas personal sabe demasiadas cosas de su dueño y une la más absoluta discreción
a su evidente utilidad.
Ayer el vendaval destrozó el estóico paraguas que me acompañaba desde hacía varias temporadas. Yo lo
quería, y mucho. Era de esos aparentemente pequeños que cuando se les aprieta el botón se
despliegan con fuerza inusitada, mostrándose mucho más robustos de lo
que en un primer momento se pudiera imaginar. Lo compré por eso, porque me recordaba a cierta parte de mi cuerpo de la que siempre he esperado larga vida y mucha prosperidad.
Tras una enconada batalla contra los
elementos, llegué con los restos del paraguas a la cafetería donde me esperaba una
reputada agente literaria a la que quería impresionar. Ella es una
de esas personas cuya opinión abre o cierra puertas en el
mundo editorial, y se trataba de nuestro primer encuentro cara a cara, ése que indefectiblemente
define el curso que luego tomarán los acontecimientos. Llegué con bastante retraso y tras pedirle disculpas por la demora iniciamos una conversación plagada de citas literarias y otras tonterías
cercanas al galanteo interesado. “Soy un puto encantador de serpientes”, pensé
al constatar la forma en que ella me miraba. “Me recuerda mucho usted al John Travolta
de Saturday Fever Nigth”, dijo ella al constatar mi satisfacción. “¿Travolta?
–pensé-.Yo me veo más como Papá Pig”, pero dejé a un lado el espontáneo razonamiento
y le respondí: “Gracias, ésa es una magnífica película”. “Sí, la película es bastante
buena, pero qué lástima de actor”, apostilló la dama con una casi imperceptible sonrisa en la
comisura de los labios.
Descubrí la verdad cuando pedí permiso para lavarme las
manos y tropecé con un tipo absolutamente macerado mirándome desde el otro lado
del espejo del baño. Sacudidos por el vendaval, el puñado de pelos que aún se
aferran a mi cabeza apuntaban, tiesos como raíles, a los cuatro puntos
cardinales. Y mi pálido rostro semejaba el de Mario Vaquerizo, pero con más arrugas.
Regresé a la mesa dispuesto a continuar representando el papel de decadente friky setentero. No valía la pena complicar el asunto con explicaciones no solicitadas y veinte minutos más tarde abandoné la cafetería con el destrozado paraguas en la mano y la certeza de haber alcanzado un rotundo fracaso en el intento de impresionar favorablemente a la agente. “La culpa es tuya, ¿por qué no aguantaste sólo un ratico más? Hubiera llegado en buenas condiciones a la entrevista”, le dije con rabia contenida al magullado paraguas y él me respondió, apesadumbrado: “Hice todo lo que pude, compañero. La culpa no fue tuya ni fue mía; fue de esta maldita borrasca canadiense que desde hace tanto tiempo nos está desbordando la bañera del patio”.
Regresé a la mesa dispuesto a continuar representando el papel de decadente friky setentero. No valía la pena complicar el asunto con explicaciones no solicitadas y veinte minutos más tarde abandoné la cafetería con el destrozado paraguas en la mano y la certeza de haber alcanzado un rotundo fracaso en el intento de impresionar favorablemente a la agente. “La culpa es tuya, ¿por qué no aguantaste sólo un ratico más? Hubiera llegado en buenas condiciones a la entrevista”, le dije con rabia contenida al magullado paraguas y él me respondió, apesadumbrado: “Hice todo lo que pude, compañero. La culpa no fue tuya ni fue mía; fue de esta maldita borrasca canadiense que desde hace tanto tiempo nos está desbordando la bañera del patio”.