Hace pocos días, en el concello ourensano de Toén, alguien encontró a una burra nadando en el río Miño. No es habitual, incluso en verano, ver a una burra chapoleteando en el Miño y cuando los vecinos del lugar lograron sacarla del agua descubrieron que llevaba colgada del cuello una piedra de unos quince kilos de peso. Evidentemente, alguien, probablemente el dueño, quiso deshacerse del animal de la peor manera posible. Llamados al lugar, los diligentes funcionarios del concello constataron que se trataba de una burra desconocida en la zona, vieja y flaca, con llagas en los cuartos traseros provocadas por el roce del arnés, lo que ponía en evidencia que el animal había trabajado para su amo muy duro y durante largos años.
Curiosamente, pocas horas antes de que rescataran a la burra, los vecinos (que en los pueblos pequeños todos se sabe) descubrieron a un perro abandonado merodeando por las orillas del río. Y cuando rescataron a la burra el perro se pegó literalmente a ella. Según los vecinos, cuando intentaban separar al perro de la burra el dócil animal se negaba a caminar; pero en cuanto ella se ponía en marcha el can la seguía gustoso. Y hasta se miraban a los ojos, con afecto.
Seguramente nunca lograremos desentrañar los vericuetos de tan singular complicidad, pero al menos hemos podido comprobrar que aún existen perros en los que es posible confiar.