miércoles

ATERRIZAR EN PARÍS



El avión parecía flotar dentro de un insondable océano negro, suspendido en el espacio, con la nada infinita como única certeza. Cansado, me refugié en mis propios pensamientos, y cuando hastiado de mí mismo volví a mirar por la ventanilla de la nave, descubrí que la noche había parido multitud de estrellas y en un rincón del firmamento la luna sonreía satisfecha. Ante la inesperada presencia de lo inefable, el tiempo semejaba no discurrir. Dejé a un lado los asuntos personales y viajé de estrella en estrella, y de sueño en sueño; convertí realidades en utopías, y viceversa. 

Pero nada es inmutable en este mundo, y todo lo bueno puede cambiar incluso a mejor. Mientras mi mente viajaba por el cosmos, al otro lado de la ventanilla del avión las fulgurantes luces de la noche cedían protagonismo a un ascendente disco de fuego que, imparable, iba tiñendo el cielo de cambiantes tonalidades azules, naranjas, rojas... y el primer rayo del sol de esa jornada me acarició la mirada. Amanecía en el avión y bajo sus alas descubrí a París nevado, con el Sena refulgiendo agradecido a la incipiente claridad de la mañana. La imponente ciudad Luz, la Meca de todos mis reencuentros, insólitamente blanca y dorada al alba, cabía toda en la palma de una mano. Volví a la tierra conmovido por el espectáculo que acababa de regalarme el universo; pero cuando entré en el aeropuerto y tropecé con el ruido ambiente parisino, debí dejar a un lado el regalo para sumergirme sin remedio en la necia rutina cotidiana.