De carácter fuerte, tenía pocos
amigos y una enorme vida interior. Vivía sola. O mejor dicho: con dos perros,
una Biblia y un bastón. Los perros le servían de compañía, el bastón suplía las
fuerzas que empezaban a faltarle y la Biblia constituía su única esperanza.
Durante
varios años mantuvimos una amistad basada mucho más en hechos concretos que en palabras bonitas. Yo solía visitarla
una o dos veces al mes y pasábamos bastante
tiempo en su jardín. Un día, en prenda de amistad, me regaló un esqueje de su
más preciado rosal, que planté en mi patio, justo frente a la ventana de la sala.
Cristiana convencida, dedicaba
mucho tiempo a rezar por el bienestar de todos los que conocía. Una tarde la encontré acostada con la
Biblia en el regazo. Su cuerpo apenas le respondía, pero tenía la mente tan clara como el día en que la conocí. Esa tarde, sabiéndose
cercana al fin, me confesó la duda que le rondaba:
- Manolo,
a toda hora pienso... ¿Cómo será el estar con El Señor?
No supe contestarle
y ella se me quedó mirando con una expresión entre feliz e intrigada.
Han pasado varios veranos desde
su partida definitiva y el rosal que ella me regalara sigue creciendo frente a la
ventana de mi sala. Sólo da cinco o seis flores al año: enormes, sutilmente coloridas, con
un perfume apenas perceptible pero no por ello menos seductor. Y yo, contemplando su rosal en esta
bonita mañana de septiembre, deseo con todo mi corazón que la inconmovible fe de la señora
Lola haya sido recompensada. Deseo que, contra todo pronóstico material, ella por
fin haya conocido cómo es la dicha de “estar con El Señor”.