La habitación donde duermo en Santa Clara
tiene tres grandes ventanas y un balcón que da a la confluencia de dos calles
bastante transitadas.
Los primeros ruidos de la jornada entran a mi
habitación a eso de las cuatro de la madrugada cuando, de lunes a sábado, pasa galopando un caballo con
un carretón cargado de vaya usted a saber qué cosas de metal. Luego, sobre las cinco y media de la mañana, se para
debajo del balcón un vendedor ambulante que, incansable, repite hasta el
aburrimiento: “¡Panadero, el pan suave! ¡Panadero, el pan suave! ¡Panadero...”;
y a las seis y media otra voz más grave, al parecer de un señor corpulento,
vocifera en el mismo sitio: “¡Vaya, el pan de corteza dura, mami! ¡El
pan de corteza dura pa ti, mami!”.
Todo esto amenizado por el canto de los gallos
mañaneros, la eufórica algarabía de algún borracho trasnochado y los ladridos de los perros
callejeros. Esa es la razón, y no la poesía, por la que casi siempre espero la
salida del sol sentado en el balcón.
Desde mi balcón se domina en toda su
extensión la calle san Vicente, que está fielmente orientada de este a oeste. Así, junto con el amanecer, todas las mañanas
asisto al espectáculo de la gente que se ha levantado temprano para -a pie
o encima de cualquier cosa que tenga ruedas- ir al trabajo, al colegio, al
mercado, al médico, a donde sea…