Llevaba mucha razón el apóstol Pablo cuando definió a la lengua como una espada de dos filos. El poderoso efecto de las palabras no depende solo de quien las dice, sino también de quien las interpreta y divulga. Porque los humanos, por lo general, entendemos lo que queremos entender -lo que consideramos que en ese momento nos conviene- y no precisamente lo que nos han querido decir.
Por todo lo anterior, incluso en la más sencilla conversación debe existir un grado de atención y comprensión mutua entre los que hablan. ¿Cuántas relaciones se han roto por una frase mal dicha o interpretada? ¿Cuánto sufrimiento interno puede calmar una palabra tan sencilla, si es sincera, como perdóname? Las palabras, meros sonidos lanzados al viento, a menudo generan poderosos sentimientos en quienes las escuchan. Sentimientos que terminan materializados en hechos, realidades positivas y negativas.
La palabra es madre de dos criaturas: la verdad y la mentira. La verdad es relativa, puede haber tantas posibles verdades sobre un hecho determinado como posiciones desde las que se mira ese hecho; la mentira, en cambio, es absoluta: quien miente sabe perfectamente que lo que dice no es cierto.
A nivel global, aunque por vergüenza lo
neguemos, la mentira es la piedra angular sobre la que se ha construido buena parte de la civilización humana: ha fabricado falsos héroes, religiones totalitarias, guerras terribles, ideologías perversas, genocidios imposibles de creer; construido y deconstruido la historia, educando a generaciones, y a
naciones enteras, en el error -léase también horror- intencionado...
Si repites sin cesar, alto y claro, una mentira la gente terminará creyéndola y podrás llevar a tus creyentes a donde te dé la gana. Eso lo saben muy bien los predicadores, los políticos, los vendedores de cualquier cosa, los periodistas asalariados, los poetas comprometidos y los ideólogos que controlan a esos fanáticos estúpidos que no tienen ni la más mínima idea sobre el significado de las palabras con que ensucian nuestras paredes.