Para domesticar la inconformidad de sus súbditos, las dictaduras suelen valerse de una pléyade de intelectuales a los que paga y mima, amenazando de paso con el ostracismo a aquellos que osen cuestionar la línea oficial. Cuando se trata de controlar el pensamiento de la gente siempre resulta más eficaz la autocensura que la censura directa, y eso lo saben muy bien las dictaduras.
Hace veinte siglos el historiador romano Tácito definió a la autocensura como la dulce inercia: la renuncia a trasgredir la escala de valores vigente con el fin de evitarse conflictos y, si es posible, obtener algún beneficio personal. Al igual que muchos de los intelectuales cubanos residentes en la isla, Tácito vivió en una época sumisa, en la que, para sobrevivir, los inconformes callaban y obedecían.
En Cuba el eje alrededor del cual gravita buena parte de la vida cultural no es solo la omnipresente censura del poder, sino, sobre todo, el miedo interior de sus creadores, que para subsistir dependen literalmente del gobierno. Por esa razón -por ejemplo- muchos de nuestros escritores y periodistas critican con vehemencia, sin conocerlas más que por referencias, situaciones tan terribles como la emigración africana en el Mediterráneo e ignoran olímpicamente el drama de su país; de sus hijos, hermanos y nietos que hoy mismo se juegan la vida atravesando Centroamérica en busca de una esperanza que saben perdida en su patria. Durante más de sesenta años, millones de cubanos han escapado a cualquier otro lugar del mundo dejando atrás una estela incalculable de muertos, dolor, separación, angustia. Pero lo que le interesa a estos intelectuales nuestros es denunciar lo que ocurre en el Mediterráneo -a ocho mil kilómetros de distancia- ocultando lo que ocurre delante de sus ojos, con su propia gente. ¿Cómo calificar a esta actitud?
Y lo de la sangría migratoria es solo un ejemplo porque lo mismo puede decirse de la corrupción imperante en la isla, de las crecientes e injustas desigualdades sociales, del desastre crónico de la economía, de la aplastante represión de los disidentes... Señalar con acritud lo malo que ocurre lejos y ocultar con un manto de silencio lo malo que ocurre en la propia casa, ésa parece ser la esencia de la dulce y suicida inercia nacional.
Más que rechazo o repulsión, esta actitud de muchos de nuestros intelectuales lo que me provoca es una enorme pena y tristeza. Porque bien sé que buena parte de ellos, a fuerza de repetirlas con los ojos cerrados, han llegado casi a creerse las mentiras que desde hace demasiadas décadas les dicta el poder.
Por supuesto que cada cual es libre de escribir lo que estime conveniente, y también esclavo de la cobardía que le amordaza. A quién crea que le sirve este sayo, que se lo ponga.