Hace algún tiempo tropecé con el pasaje bíblico donde Jesús de Nazaret dice: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os odian y orad por los que os ultrajan y persiguen...”.
¿Cómo es posible amar a quien nos ultraja y persigue? Eso es un sinsentido que aparentemente va contra la propia naturaleza humana. Pero dándole vueltas al asunto pensé que por alguna razón las palabras de Jesús han resistido dos mil años de historia, y buscando en los estudios sobre los textos originales del Nuevo testamento supe que, en este caso, el verbo griego traducido al castellano como “Amar” es “Agapao”: Hacer el bien sin esperar nada a cambio. Y ese principio básico del bien es también la base que da vida al concepto “amar a los enemigos”.
El odio solo genera odio, y la muerte engendra más muerte, así ha sido siempre desde el comienzo de los tiempos. Pagar mal con mal solo fortalece el mal y nos hace semejantes a él; pagar el mal con bien, debilita al mal y evita su extensión. El perdón es un bálsamo universal que a menudo no sabemos cómo aplicar, porque a la hora de remitir las ofensas recibidas olvidamos (o desconocemos) que Perdonar no es olvidar el daño que nos han hecho, ni renunciar a hacer justicia; perdonar es no guardar dentro de uno el veneno del resentimiento y la venganza. Veneno que, por otra parte, solo corroe y destruye el alma de quien lo padece en su interior.
Tender desinteresadamente la mano no sólo al prójimo que lo necesita, sino también a quienes te han hecho daño y han caído en desgracia. Ésa es la gran utopía posible, la verdadera Revolución que aún espera, la postrera posibilidad del ser humano. Bien sé -tan tonto no soy- que no puedo cambiar a los demás pero, si aspiro a vivir en un mundo mejor, al menos tengo la obligación de intentar cambiarme a mí mismo.
Este es, creo yo, el verdadero mensaje permanente de la Navidad. Lo otro es hipocresía y fuegos de artificio.