A los pies del balcón de mi habitación una enfática voz afirma:
─ ¡Nosotros hicimos la Revolución, ahora que la sigan haciendo ellos, los jóvenes!
Apago el cansino ventilador que, cuando hay electricidad, me ayuda a evadir el calor y los mosquitos y me asomo al balcón. El que habla es un anciano corpulento, lleva la camisa abierta y una gorrita ladeada que casi le cubre la frente; el otro, el que escucha, un flaco de cetrino aspecto, aprieta una jaba de tela vacía en la mano y demora unos segundos en responder:
─ ¿Qué coño Revolución van a hacer si se están
escapando todos? Huyen para cualquier parte del mundo sin mirar atrás... Esta isla es una especie de trasatlántico que se hunde lentamente en el mar. Un Titanic con la mayor parte de los pasajeros saltando por las escotillas mientras la orquesta del Gobierno, como si no pasara nada, sigue interpretando en la cubierta el mismo vals de hace sesenta años.
Frente a ellos, en la esquina de las calles San Vicente y Esquerra, un perro escarba en las bolsas de basura que envejecen en la acera.