El
viejo trabaja sin parar, diez, doce horas al día. Su obsesión es que el área de
la que es responsable se mantenga siempre limpia, y los niños puedan jugar y
los ancianos caminar sobre un suelo libre de la resbalosa humedad que dejan las
hojas al pudrirse.
Discurre
noviembre, y como un interminable aguacero cientos de miles de hojas continúan
desprendiéndose de los grandes árboles. El viejo empleado municipal emplea
todas sus fuerzas, pero cuando aún no ha avanzado dos metros ya el suelo a sus
espaldas está de nuevo estropeado. Es el trabajo de nunca acabar, y él lo sabe.
Solo escucha críticas, de
sus jefes y de la mayor parte de los usuarios del parque. Muchos le piden abandone una tarea que parece estar fuera de sus posibilidades. Puede jubilarse
o dejar ese empleo y buscar otro más agradecido; aún así el viejo,
incansable, silencioso y cabizbajo, continúa barriendo la hojarasca.
Aunque
nadie lo reconozca sabe que su trabajo es útil a los demás y no está dispuesto
a renunciar a la anónima tarea que él mismo se ha impuesto.