Diego es un niño con mucha imaginación. Hace poco descubrió las películas de Disney sobre Campanilla, llegando a plantearse seriamente lo de la existencia real de las hadas. Yo, aunque aplaudo su fantasía, prefiero que desde bien temprano él aprenda a diferenciar los límites precisos entre la ficción y la realidad, para que más adelante en su vida no pueda ser manipuado por esos vendedores de humo que tanto abundan en este mundo nuestro.
- ¿Y si las hadas no existen, por qué los mayores nos cuentan a los niños historias que son mentira?
- Para haceros ver la vida aún más hermosa de lo que es. Ayer preguntaste para qué servían las rosas que adornan el búcaro de la sala y te dije que, aunque estén cortadas, la belleza de esas flores nos alegra la vida. Tú lo comprendiste, ¿verdad?
- No sé... ¿Cómo puede ser hermosa una flor separada de su planta?
Así discutíamos mientras entrábamos en el vivero donde pensaba comprar algunas posturas para repoblar nuestro jardín de otoño. Ese invernadero lo encontré meses atrás, una soleada tarde en que decidí caminar al azar por los alrededores de mi casa. Está el vivero un poco apartado de la carretera, escondido dentro de un área boscosa rodeada de edificios de reciente construcción, y lo atiende una señora de apacible expresión, piel muy blanca y grandes ojos azules que conservan un fondo de enigmática belleza. Conversamos un rato sobre plantas e injertos, quedando en que volvería por allí al finalizar el verano para comprarle varias posturas de crisantemo. En fin, que llevé a Diego al vivero de la señora interesante. En nuestra primera conversación ella me había comentado que desde siempre la finca había pertenecido a su familia y que en el lugar donde ahora está el parqueo de la instalación antes existía un inmenso jardín que su abuelo cultivaba con esmero.
LLegamos al lugar, pero para decepción de Diego y mía la señora aún no había recibido posturas de crisantemo. Ella, intentando borrar nuestro desencanto, nos comentó que en el fondo de su vivero, fuera del área destinada a los clientes, había un bonito estanque con carpas.
- ¿Es posible pasar a verlas? A Diego le encantan las carpas -dije.
- Sí, cómo no. Sigan por ese camino que ven allí y cuando lleguen a un establo con un caballo y un burro dentro verán una pequeña puerta de hierro. Pasen la puerta, un poco más adelante encontrarán el estanque -y dirigiéndose a Diego le dijo-: Cuando llegues al caballo y el burro, tomas dos manzanas del suelo, se las das y les dices "Campanilla me ha dado permiso para pasar".
Los ojos de la señora brillaban con especial fulgor, y para mí resultaba evidente que tambien habían enamorado a Diego.
Un tanto intrigados, nos adentramos en un sendero bordeado de grandes manzanos cargados de frutas y naranjos en flor. Mirlos felices cantaban entre las ramas de los árboles, y hasta una inquieta ardilla pasó dando saltitos delante de nosotros.
De repente, justo donde el sendero parecía concluir, vimos el establo de madera desde el que un enorme caballo blanco nos miraba con cierto aire de curiosa incredulidad, y tras él asomaba la cabeza de un burro gris con el flequillo cortado a la manera del personaje homónimo de la película Shrek. Los animales ocupaban todo el pequeño establo y el sitio por donde asomaban sus cabezas quedaba justo al lado de la estrecha puerta de hierro. Imposible seguir adelante sin llegar a rozarles. Diego cogió dos manzanas del suelo y se las ofreció con un poco de miedo. Luego de contemplarlas durante un par de segundos los animales tomaron las manzanas directamente de su mano y empezaron masticarlas con evidente placer. Yo observaba la operación alerta, listo para intervenir con contundencia si ocurría algún contratiempo, porque aunque parecían mansos aquellos dos bichos tenían unas bocas enormes y feas, repletas de grandes dientes amarillos.
- ¿Podemos pasar? -se apresuró a decir Diego, un poco asustado aún por su osadía-. Campanilla nos ha dado permiso.
Los animales no dijeron ni sí ni no, aunque bien cierto es que mientras masticaban las manzanas parecían asentir con la cabeza. Y sin ningún contratiempo dejamos atrás el establo. Tras la puerta de hierro encontramos un lujurioso y umbrío jardín repleto de plantas desconocidas para mí. Un vergel que parecía sacado de lo más profundo de la selva tropical y no del centro de una ciudad del Atlántico norte como Vigo.
Avanzamos por el apenas perceptible sendero hasta dar con una elaborada fuente de piedra totalmente cubierta de musgo y partida en su base, evidentemente la reina del patio de una antigua casona señorial. Rodeando la fuente estaba el estanque, o la laguna, porque apenas se veían los muros que delimitaban su contorno. Y en el estanque-laguna, entre nenúfares y flores de agua, nadaban multitud de carpas de variados colores. El silencio absoluto, solo alterado por el discreto caer de alguna hoja seca, dominaba el ambiente, y el aire olía a azahar o algo muy parecido. A nuestro alrededor revoloteaban pequeñas mariposas blancas, erráticas y sutiles. Diego apretó mi mano.
- Las
mariposas blancas son las que aún no han sido pintadas por las hadas-. dijo con convicción.
- Eso es en las películas. Te he explicado antes que en la vida real las hadas no existen.
- Ya, por eso algunas personas parecen hadas aunque a lo mejor no lo sean, ¿verdad?
Guardé silencio, maravillado, absorto en la atmósfera que imperaba en aquel Edén oculto en el frío corazón de la ciudad. Al rato regresamos a la vida real, pasando con un breve saludo junto al burro y el caballo, los guardianes de tan insólito entorno. Y, tras atravesar de nuevo el patio repleto de frutales y mirlos, nos vimos en la entrada de vivero.
- Vuelvan
cuando quieran –la dulce voz de la señora brotó de algún lugar entre sus plantas, donde al parecer estaba trabajando.
Diego me miró con pícara expresión.
- Abuelo, ¿te diste cuenta? ¡Esa señora es un hada de verdad! Seguro que ahora está volando entre las flores, coloreando a las mariposas con su polvo de estrellas.