Un presidente cualquiera, animado vaya usted a saber por qué razones, decide liberar un país ubicado a diez mil kilómetros de distancia del suyo y los bombardeos que ajustician al tirano de aquel país también asesinan a la esposa e hijos de un campesino analfabeto.
El presidente se convierte en una figura mundial gracias a su victoriosa actuación y el campesino vaga por los calcinados campos de su patria con el alma destrozada, meditando -quizás- la futura venganza. Nunca sabrán el uno del otro, pero victimas y victimario se encuentran unidos para siempre por los caprichos del azar aparente.
Todo en esta vida es frágil. Por eso deberíamos medir cada gesto y palabra que lanzamos al universo. Puede que no tengamos fuerzas para arrasar una nación; pero con nuestras actuaciones egoistas podemos asesinar las mejores ilusiones de un niño, de un anciano o del posible amor de nuestras vidas.