Hace algunos años me hospedé
en el hotel Ambos Mundos de La Habana, en esa época una ruinosa instalación perteneciente al
Ministerio de Educación de la República de Cuba. Se trataba de una reunión
nacional de estadísticos y por comodidad logística nos alojaron a todos en el
vetusto hotel, saturándolo al extremo. Quiso la casualidad que me ubicaran en
una habitación normalmente vacía: la que entre 1932 y 1939 ocupara
Ernest Hemingway, la misma donde escribió buena parte de “Por quién doblan
las campanas”. Aspirante a escritor era yo, y consideré providencial el hecho
de habitar por unos días el mismo espacio donde antes respirara el novelista
que en esa época ocupaba la cima de mi olimpo intelectual.
Se terminó la reunión nacional y
tocó regresar a nuestras respectivas provincias. Con una botella de ron bajada
a cun cún despedí a mi compañero de habitación, un efusivo santiaguero que
afirmaba con orgullo que él jamás bebía agua, y me dispuse a dormir la mona
mientras llegaba la hora de emprender el regreso a Santa Clara. Quizás
fuera el alcohol combinado con el céfiro habanero que
entraba por el balcón de la habitación, pero lo cierto es que en un momento
determinado de mi medio pedo sentí una presencia viva observándome.
No podía ser otro que Hemingway, recién llegado de una jornada de pesca en su yate, el
Pilar; el olor predominante en la estancia, mezcla de whisky del bueno, sudor tropical y pescado fresco así lo
atestiguaba. Y enfrenté al mordaz espectro con alegre disposición, contándole
en detalle todas mis esperanzas.
- Eres persistente e insoportable: tú vas a llegar tan lejos como el cabrón de Cervantes, te lo digo yo, galleguito. Y ahora hazme un lado en
la cama, que vengo absolutamente descojonado de la pesquería y esta noche tengo cita con Ava Gardner –musitó mi héroe con una media sonrisa al ponerle punto final a nuestra conversación.
Nunca hasta ahora conté esta
historia, porque la percibí tan cierta y real que con toda seguridad nadie la
creería.
Hoy, tantos años después, recordando aquel insólito encuentro con el narrador de "El viejo y el mar" he descubierto que su profecía está a
punto de cumplirse. Como el genial Cervantes justo antes de alcanzar la gloria
en estos momentos rondo la sesentena, he padecido la cárcel y el exilio, una parte de mi
familia no me habla, me faltan las muelas del juicio, soy manco y estoy cargado de
deudas. Sólo necesito escribir un libro tan bueno como El Quijote y, lo más difícil, encontrar
un editor que lo quiera publicar.