Con la llegada de la primavera paso mucho más tiempo en el jardín atendiendo las plantas, compartiendo con los amigos, observando las tórtolas que anidan en el naranjo, cuidando los peces del estanque; o, simplemente, meditando.
Durante varios años puso música a mi jardín el inefable trinar de varios canarios, ubicados en un lugar cercano que al principio no podía precisar. Constituía para mí un desafío encontrar el sitio exacto donde estaban las jaulas de las avecillas y no paré hasta hallarlo: un pequeño balcón situado detrás de la chimenea de la barbacoa de mi patio. Así descubrí -porque yo lo veía a él, pero él no podía verme a mí- al dueño de los canarios: un hombre mayor de serio aspecto que, rodeado de sus cantores, casi todas las tardes se sentaba en el balcón con un libro en las manos. Y en mi interior, sin saber siquiera su nombre, le agradecía al hombre la música que alegraba mi jardín.
Con la nueva primavera he vuelto al jardín, donde luego de un invierno lluvioso pocas cosas han cambiado. Pero este abril no se escuchan gorjeos allí: el balcón del hombre que leía al atardecer acunado por el canto de sus canarios está vacío, desolado.
"Ese señor murió hace pocos días. Vivía solo, y llevaba mucho tiempo luchando contra un cáncer terminal... ¿Los canarios? Desaparecieron la misma tarde de su fallecimiento, vaya usted a saber qué fue de ellos", me dijo la vecina a la que le pregunté.