Escribiendo con un pequeño ramo de rosas y jazmines al lado. El ramo embutido en un estilizado búcaro de dudosa porcelana china; las flores, de mi jardín. Fuera, al otro lado de la ventana de la habitación, la sutil llovizna que gobierna el otoño cubre la atmósfera con su interminable velo gris. Y mientras las gotas de lluvia se deslizan lentamente por el cristal de la ventana, yo golpeo con melancólica desgana las teclas de mi ordenador.
─ ¿Cuál es la diferencia entre “me gustas” y “te amo”? -se pregunta el personaje de la novela que intento escribir.
─Cuando te gusta una flor, la arrancas. Cuando la amas, cuidas su planta con todas tus fuerzas ─le responde el ángel de rubias guedejas que, en los días de lluvia, imagino me contempla desde el otro lado del nebuloso cristal.
Silencio total, descorazonador, tenue y aplastante a la vez. Miro el búcaro con sus flores cortadas y, asaltado por una inesperada sensación de fracaso, de golpe me siento viejo y cansado. Como
si todo lo que tenía que hacer en la vida lo hubiera definitivamente consumado ya, sin retorno posible al tiempo feliz ni oportunidad alguna de enmendar el error cometido. Como si nada nuevo tuviera que escribir, comprender, soñar, disfrutar, rectificar, afrontar. Como si, aunque siga respirando, la esperanza en lo hermoso desconocido hubiera concluido para mí.
─Que la traicionera niebla del otoño no te engañe, querido ─parece sonreír el ángel que imagino tras el opaco cristal─. En este misterio insondable que es la vida, hay dos cosas que por mucho que hayas transitado siempre te sorprenderán: el amor y la muerte.