Nos detuvimos en el puente del río Bélico para que
Felicita pudiera vomitar. Acabábamos de dispararnos unos cuantos tragos. Bueno,
en realidad fueron dos botellas de Decano, ese deleznable ron adulterado que ha
impulsado a cientos de alcohólicos empedernidos a renunciar definitivamente a
la bebida.
El Yeti, Felicita y yo somos amigos desde la
adolescencia, esa maravillosa etapa de la vida donde, a golpe y porrazo, se
cimenta todo lo que luego uno será. En esa época el Yeti era un flaco destartalado
con demasiados libros de filosofía en la cabeza, yo un gordito que desconocía
la importancia del desodorante; y Felicita una mulatica china de ojos vivaces,
bastante poco cerebro y una generosidad sin límites.
Fue, precisamente,
Felicita la persona que fraguó nuestra imbatible amistad, pues mientras ella se
esmeraba enseñándole el kamasutra al Yeti en la Loma del Capiro, yo
vigilaba al otro lado del matorral. Y luego, cuando tocaba mi clase magistral,
el Yeti vigilaba el mismo matorral. Eso consolidó nuestra hermosa relación a
tres bandas. Una relación cimentada con mucho ADN compartido y mutua
solidaridad. Una relación que, contra viento y marea, continúa, imbatible, en
los días de hoy.
Mientras Felicita vomitaba apoyada en la baranda del
puente, el Yeti, viendo pasar la oscura corriente del río, abrió la boca y tras
liberar un sutil eructo susurró:
- Panta rei.
- ¿Se te volvió a enredar la lengua? -pregunté,
preocupado.
- Estoy hablando en griego antiguo, iletrado. Panta rei es un
concepto emitido por el filósofo Heráclito, que más o menos quiere decir que la
vida es un río que fluye sin cesar rumbo al mar del infinito.
Y yo, que soy nieto de ferroviario, desde mi propia
experiencia personal riposté:
- La vida es un viaje en tren. Te montan contra tu
voluntad en una estación cualquiera, te sientan junto a la ventanilla a ver el
paisaje pasar y te bajan a la fuerza del tren en el momento que más entretenido
estabas.
- Cállate estólido, que no me dejas pensar -masculló el Yeti
mientras se aferraba a mi hombro para evitar caer al vacío-. La vida es un río
que fluye sin cesar, y nosotros somos barcos de papel arrastrados por la
corriente… A veces encallamos en un oscuro meandro, a veces atravesamos peligrosos rápidos, en ciertos tramos viajamos solos
y en otros excesivamente acompañados. Así navegamos por el arcano río de la
vida, hasta llegar al mar inconmensurable…
- Hasta llegar al final del puto viaje en tren querrás decir.
Un desvencijado caballejo, uno de esos pobres animales
que los carretoneros cubanos abandonan a su suerte cuando ya no pueden dar un
paso más, avanzaba cabizbajo por el sediento cauce del Bélico. Al escuchar la profunda
voz del Yeti, el animalito se detuvo justo debajo del puente y levantó la cabeza,
muy interesado al parecer en nuestra conversación.
- ¡Ay, ignorante supino! -continuó mi inspirado amigo-. Careces de la más elemental idea acerca del funcionamiento de las leyes espirituales
que rigen el universo… Al llegar nuestra barca al mar, ya lo dijo el gran Buda, volvemos al punto de partida con el karma acumulado en el viaje
recién concluido. Con cada reencarnación emprendemos un nuevo recorrido en
busca de la luz definitiva… La vida es un inefable río al que siempre
terminamos por regresar -concluyó el Yeti ante la mirada asombrada del caballo.
Fue entonces cuando Felicita, con los ojos llenos de
lágrimas por el esfuerzo de la vomitera, apuntó con la mano izquierda al río y
gritó a voz en cuello:
- ¡Coñooó! ¡Tremendo mojón viene flotando por ahí!