El 14 de octubre de 2002 recorría Galicia guiado por dos jovenes recién conocidos. Llevaba poco tiempo en España, apenas tenía amistades y aquellos generosos muchachos le servían de pacientes cicerones al "cubano", mostrándole las múltiples e increíbles aristas de la tierra de sus antepasados.
Al final del recorrido por las sinuosas carreteras de la Sierra del Caurel hicimos la última parada del día en el monasterio benedictino de Samos. En el patio exterior del cenobio un monje, navaja en mano, tallaba las muescas de un pequeño bastón y me acerqué a él movido por la curiosidad. Se trataba de un hombre mayor, con mucha facilidad de palabra y un agudo sentido del humor. Sabiendo que una de las fuentes de ingresos del monasterio era la venta de objetos hechos por los monjes, al finalizar nuestra conversación le pedí me vendiera el bastón que acababa de terminar ante mis ojos. "¿Cuánto vale?" inquirí. Se miró las manos, llenas de cortaduras recientes, y con irónica vivacidad me respondió: "Vale un euro por cada una de las muescas que tiene". El bastón causante de sus heridas tenía decenas de muescas de diferentes formas y tamaños. "Lo siento, no puedo pagarle esa cantidad" respondí, vencido. El monje sonrió. "Tómalo, es tuyo, pero no le digas a nadie que te lo dí. Nunca he regalado un bastón y quiero conservar intacta mi fama. Quédate con él y conviértelo en algo útil". "Pues dentro de diez años volveré para contarle lo que he hecho con su bastón" dije con retranqueiro agradecimiento. El monje sacó un bolígrafo del bolsilo de su hábito y con tinta azul escribió la fecha en el mango del bastón: "14-X-02". "Aquí te esperaré dentro de diez años, si Dios quiere. Y a ver si en esa fecha los tres ya estáis convertidos" concluyó.
Al final del recorrido por las sinuosas carreteras de la Sierra del Caurel hicimos la última parada del día en el monasterio benedictino de Samos. En el patio exterior del cenobio un monje, navaja en mano, tallaba las muescas de un pequeño bastón y me acerqué a él movido por la curiosidad. Se trataba de un hombre mayor, con mucha facilidad de palabra y un agudo sentido del humor. Sabiendo que una de las fuentes de ingresos del monasterio era la venta de objetos hechos por los monjes, al finalizar nuestra conversación le pedí me vendiera el bastón que acababa de terminar ante mis ojos. "¿Cuánto vale?" inquirí. Se miró las manos, llenas de cortaduras recientes, y con irónica vivacidad me respondió: "Vale un euro por cada una de las muescas que tiene". El bastón causante de sus heridas tenía decenas de muescas de diferentes formas y tamaños. "Lo siento, no puedo pagarle esa cantidad" respondí, vencido. El monje sonrió. "Tómalo, es tuyo, pero no le digas a nadie que te lo dí. Nunca he regalado un bastón y quiero conservar intacta mi fama. Quédate con él y conviértelo en algo útil". "Pues dentro de diez años volveré para contarle lo que he hecho con su bastón" dije con retranqueiro agradecimiento. El monje sacó un bolígrafo del bolsilo de su hábito y con tinta azul escribió la fecha en el mango del bastón: "14-X-02". "Aquí te esperaré dentro de diez años, si Dios quiere. Y a ver si en esa fecha los tres ya estáis convertidos" concluyó.
Desde entonces he utilizado el regalo del monje de Samos en muchas de mis múltiples expediciones al monte, incluyendo los largos kilómetros del Camino de Santiago. En realidad durante toda una década el minuciosamente tallado bastón de fresno ha permanecido cerca de mí, a la vista, como recordándome la promesa de utilizarlo lo mejor posible mientras llegara el hipotético día de rendir cuentas de él ante su fabricante.
El pasado 12 de octubre los tres amigos de aquella primera visita a Samos volvimos a hacer un recorrido por Galicia. Y como no podía ser de otra manera recalamos en el viejo monasterio. Nada sabíamos de la vida del artesano de los bastones. Cinco años atrás lo habíamos encontrado allí en el transcurso de una corta parada, renovando la promesa de volver a vernos en 2012, pero nada sabíamos sobre si aún continuaba en el monasterio ni, dado que ya era un hombre mayor, cual podía ser su estado de salud.
Llegamos a Samos justo cuando abrían al público la instalación. Nuestro monje no aparecía por ninguna parte y decidí preguntar por él en la tienda de souvenirs ubicada en la portería. En el momento en que descendía las escaleras de la portería se abrió la ventanuca enrejada de la puerta que da acceso al interior del monasterio. Inmediatamente reconocí el rostro, envejecido, sí, pero con la misma mirada inquisitiva y vivaz. Era él, abriendo la ventanuca justo en el instante preciso, como si nos hubiera estado esperando. Agité el bastón frente a sus ojos: "¿Reconoce este palo?". Sonrió, pícaro, como el primer día. "Yo nunca regalo bastones, recuérdalo. ¿Le has dado un buen uso?".
Cuando salió a la portería sus primeras palabras al vernos juntos fueron: "¿Aún no os habéis convertido?". Le confesamos que estábamos en ello y durante un cuarto de hora compartimos, los cuatro, un tiempo especial. Había transcurrido una década de nuestro primer encuentro y parecía que no había pasado ni un día. Al despedirnos, en un alarde de temeridad, volvimos a citarnos en el mismo lugar el 12 de octubre de 2022.
En el viaje de regreso los tres amigos recordamos algunas de las múltiples aventuras y desventuras que hemos vivido juntos a lo largo de estos años. No compartimos trabajo, vecindario o ideología. Ni siquiera tenemos aficiones comunes y, sin embargo, los vínculos que nos unen se han fortalecido con el paso de un tiempo que, paradójicamente, ha triturado muchas otras cosas que parecían imbatibles. Las alegrías de cada uno de nosotros son las alegrías de los tres, y también las derrotas. Así comprendí que la verdadera dimensión de la historia del bastón del monje radica en la incolumne amistad de los tres viajeros que diez años atrás, cuando apenas se conocían, dieron comienzo a la misma.
Gracias Hermano Agustín, deseo que en nuestro próximo encuentro todos estemos ya convertidos.