Desde hace años vengo observando en los montes y costas de Galicia pequeñas esculturas hechas con piedras recogidas del entorno. Constituyen esas esculturas el fruto del esfuerzo de creadores anónimos; artistas que no aspiran a ver sus trabajos expuestos en un museo de arte contemporáneo, recibir subvenciones oficiales o escuchar los veleidosos aplausos de la crítica especializada. Sus obras viven enfrentadas al mundo real, de espaldas a la vanidad. Sin más reconocimiento que la cómplice sonrisa del sorprendido caminante. Arte efímero, sujeto a las inclemencias de la naturaleza, obligado a renovarse continuamente para perdurar en el tiempo y, por esa misma razón, arte vivo.
Hace
dos días, en la costa aledaña a las ruinas de la antigua factoría
ballenera de Cangas tropecé con una increíble acumulación de piedras conjuntadas que me hicieron recordar, una vez más, al bienamado y siempre
traicionado Man de Camelle. Son sencillas esculturas erigidas al aire libre en tierra de nadie,
entregadas al universo a cambio de nada. Son, en mi opinión, el
génesis del verdadero arte.
Al final de un muelle en desuso, con las Islas Cíes al fondo
Y frente a la populosa ciudad de Vigo
El Arte Libre le da verdadero sentido a un espacio depauperado