viernes

EL TIPO DEL GONG


Concierto de Eric Clapton, The Rolling Stones, Jeff Beck y Jimmy Page entre otros grandes. Interpretan una poco usual versión de Layla, la sublime canción de Clapton. Todo va bien, como cabe esperar de tan extraordinario encuentro de gigantes.

Entre los músicos, allá por el fondo del escenario, hay un calvo de ojos encendidos y gestos enfáticos. Es el tipo que en el minuto 1:10 del video que aparece al final de este comentario sacude con brío la  pandereta, el mismo que en el minuto 1:53 aporrea el gong para luego volver a su humilde posición.

De repente, en el minuto 3:27 de la grabación el calvo de la pandereta parece tomar el mando para, con un gesto teatral, dar paso al piano, al que por unos instantes acompaña con los platillos. “¿Qué más puede hacer este secundario ahora?”, pienso yo al verlo tan fuera de lugar entre los monstruos del blues y el rock.

Y entonces, justo en el minuto 4:00 de la interpretación, el calvo se acerca de nuevo al gong y comienza a golpearlo con creciente entusiasmo. El escenario se estremece y durante varios segundos el público enmudece. Los músicos, los genios, se miran complacidos y asombrados mientras el calvo sigue atacando el gong con furia, con saña, con inaudita pasión. Está convirtiendo a una magnífica interpretación en una performance inolvidable, dejando anonadado al público y a sus propios compañeros de profesión. El tipo del gong  se ha robado el show.

Así que, estimado lector o lectora, si crees que en esta vida no puedes llegar a ser Eric Clapton u otro de los grandes, yo te pido de corazón que al menos intentes ser “el tipo del gong”. El Universo entero te lo va a agradecer.

Este es el vídeo que he intentado narrar. Espero lo disfrutes tanto como yo.


NOTA AL MARGEN: Ray Cooper, el calvo de este vídeo, es un reconocido Maestro de la percusión. Perdón le pido por tomarlo de ejemplo para redactar esta reflexión.

sábado

PSIQUISMO ELEMENTAL

Según los que dicen saber del asunto, los animales no tienen noción del pasado o el futuro. Lo suyo es lo que podríamos llamar un "presente perpetuo" alimentado, eso sí, por los reflejos condicionados que acumulan en la lucha por la superviviencia cotidiana. 

Los seres humanos, a diferencia de nuestros primos animales, constantemente estamos recordando el pasado vivido (entre más desagradable sea, más nos regodeamos en ello) y demasiado preocupados por lo malo que pueda depararnos el futuro inminente. Quizás por ello, digo yo, por estar generalmente ajenos al presente real, somos los únicos “animales” que además de tropezar muchísimas veces con las mismas piedras sufrimos agónicamente por problemas que sólo existen en nuestras cabezas. 

Al pensamiento de los animales los entendidos le llaman “psiquismo elemental” para diferenciarlo del “psiquismo complejo” que nos caracteriza. Hasta aquí todo bien: tenemos alma, somos cualitativamente superiores a los animales, y por eso los matamos o los ponemos a nuestro humillante servicio sin sentir remordimiento alguno. Porque una cosa son las bestias y otra muy diferente los seres humanos, ¿o no?

Hoy, ante genocidios como los que están ocurriendo en Gaza y en tantas otras partes olvidadas del mundo, yo, horrorizado, me pregunto una vez más si no sería preferible que dejáramos definitivamente a un lado todas las absurdas ideologías que nos caracterizan y aprendiéramos de una vez por todas a comportarnos como los animales.

Una buena dósis de psiquismo elemental le vendría muy bien a la raza humana.

domingo

AUTORRETRATO GENÉTICO


Soy, como casi todo el mundo, hijo de mi padre y de mi madre.

A mi padre le rodeaba la aureola de tipo duro y eso que su nombre, Telesforo, incitaba al choteo criollo; pero en ese país de jodedores natos que es Cuba no conocí a nadie que se atreviera a faltarle el respeto a aquel español de voz grave, genio vivaz y acerados ojos verdes. Mi padre no tenía pasado ni familia fuera de nosotros, todo se traducía a un “allá en España”, un país que él abandonara muy joven y del que nunca llegaban noticias. Así que, fuera de mis no siempre idílicas vivencias personales, lo poco que conocí de la vida de él fue a través de las épicas batallitas que a veces, incitados por el ron, rememoraban sus viejos compañeros de los Omnibus Santiago-Habana.

Mi madre se llamaba Julia Caridad y en muchos aspectos era el polo opuesto de mi padre: tenía la piel muy blanca, el pelo castaño, la voz dulce, las formas redondeadas y los ojos rasgados, tan negros como el azabache. Nunca le vi leer papel alguno y mucho menos escribir cartas, pero atesoraba con amor todas las fotos de la familia que llegaban a sus manos. Paciente y serena aún en los peores momentos, tenía un estricto código moral que le llevaba a solidarizarse con hechos más que con palabras con cualquiera que lo estuviera pasando mal y, sobre todo, vivía muy atenta a sus tíos y primos del campo con los que había compartido una difícil infancia.


Hoy, al mirarme desnudo en el espejo luego de una larga noche de insomnio, he descubierto que de mis padres heredé los ojos rasgados de ella y la verde mirada de él, la piel rosácea de ella y el pito contundente de él, la benevolencia innata en ella y el ríspido carácter de él, el pelo castaño de ella y los dientes amarillos de él, la infinita paciencia de ella y la indomable tozudez de él. Soy una mezcla aleatoria de las virtudes y defectos de mis progenitores, y tal vez esa es la causa por la que algunas personas me consideran un hombre de buen corazón y otras afirman que soy un maldito hijo de puta. En mi defensa quisiera alegar que bajo ningún concepto puede considerárseme el último responsable de mis actos reprobables, porque lo que soy y hago no es más que el resultado del puñado de genes que sin pretenderlo he heredado. Y todo el mundo sabe que los hijos nunca deberían pagar por las culpas de sus padres.


Una buena amiga mía sostiene que yo soy gallego de la cabeza a la cintura y cubano de la cintura para abajo, aunque a mí me parece que en verdad es todo lo contrario. Mirándome bien frente al espejo, pienso que soy un imbécil con muchísima suerte, un mentiroso empeñado en decir siempre la verdad y un cobarde demasiado arriesgado. Todo en mí depende, supongo, de la parte de la herencia genética que prime en un momento determinado así que, querido lector, si por casualidad este breve comentario te parece una absoluta estupidez no dejes por ello de leer de nuevo mi blog: quizás mañana por la mañana te escriba precisamente todo lo contrario.

lunes

LA NOCHE DE LOS MUSEOS


El sábado pasado se celebró la llamada "noche europea de los museos" y, no podía ser de otra manera, el Museo del Prado abrió sus puertas hasta la una de la madrugada. El acceso a las salas de la planta principal era gratuito, con lo que el edificio se llenó de personas de las más variadas edades, procedencias e intereses. Parecía aquel abigarrado muestrario de razas y culturas diferentes una moderna Babel y así se lo dije a mi buen amigo el enano Don Sebastián de Morra, inmortalizado desde el siglo XVII en un óleo de Velázquez. Sebastián asintió y miró de soslayo al guardia de la sala antes de responderme en voz muy baja: 

- Manolito, socio, en este mundo hay gente pa tó. Yo nunca me canso de observar a los visitantes, y mira que llevo años aquí. ¡Si es que el verdadero Museo son ellos, no nosotros los de los cuadros!



viernes

LA CAÑADA DE MASILLA Y LA POZA DE LAS CAÑABRAVAS


De niño, el miedo a los cocodrilos y a caer en la oscura Poza de las cañabravas, donde según mi madre había desaparecido el viejo Maravilla con carreta de bueyes y todo, ubicaron a la Cañada de Masilla en un sitio especial en mi memoria. Hubo incluso una época en que sólo me atrevía a ir allí con mi hermanito si nos acompañaba el perro Johnny, que sabía nadar como un pez y no le tenía miedo a nada.


Los cuentos del güije que en las noches sin luna salía de su escondite en la Cañada para hacer travesuras, de las grandes truchas agazapadas en el fondo de la Poza de las cañabravas y el de las anguilas que venían desde el lejano océano Atlántico para tener sus crías en el mismo lugar donde ellas nacieran los repetía mi madre sin inmutarse, como si fueran las más evidentes verdades de este mundo. 


Pero según iba creciendo aumentaba mi osadía, y yo no encontraba en la cañada de Masilla más que pequeñas biajacas. Así, la misteriosa Poza de las cañabravas empezó a parecerme cada vez más pequeña e inofensiva; los que permanecían inalterables eran la mata de naranjas y el apretado puñado de zarzas que compartían sus márgenes con las cañabravas. Ya de mayor llevé varias veces a mis hijos y sobrinos a la zona, a pasear por el campo y cazar tomeguines con jaulas de trampa que colocábamos entre las zarzas, repitiéndoles las mismas increíbles historias que antes le escuchara a mi madre, aunque aclarándoles, eso sí, que sólo se trataba de viejas leyendas. 
En alguna que otra ocasión iba solo al lugar, cuando algo me preocupaba y necesitaba pensar en paz. Uno de esos días oscuros, llegué a la Poza, corté una vara de cañabrava, puse una lombriz como pretexto en el anzuelo y me senté a darle vueltas al problema de turno. Así, cuando menos lo esperaba, pesqué aquella impresionante anguila de casi dos metros de largo e iracundos ojos rojos que de un solo golpe resucitó la fe en los viejos cuentos de mi madre; y, agradecido, devolví el animal al agua. Pocos años después, tras la dolorosa muerte de mi madre, volví varias veces allí, a recordarla en el lugar donde trascurrieran su infancia y parte de la mía.

La última vez que fui a la Cañada de Masilla me senté en la orilla de la Poza de las cañabravas con una Biblia en las manos. Esa mañana la Poza parecía tener vida propia, acariciada por una suave brisa que hacía danzar en sutil vaivén al puñado de flores de agua que flotaban en su superficie. Permanecí un rato quieto, en absoluto silencio, y de repente vi a una trucha descomunal asomar la cabeza fuera del agua, y un sinsonte atrevido jugó con los cordones de mis botas, y multitud de insectos diferentes hicieron de mi cuerpo su camino. Los rayos del sol se escurrían entre los troncos de las cañabravas mecidas por el viento, transmitiendo una oscilante sensación de vida difícil de explicar, como si una sonrisa de güije burlón flotara en el ambiente. Sólo se escuchaba el leve crujido de las cañabravas y el cercano canto de un tomeguín del pinar oculto entre las zarzas; el aire olía a azahar, y por unos segundos el tiempo se detuvo.
Nunca más he vuelto allí, ¿para qué, si ya sabía absolutamente todo lo que tenía que saber?



 
PD sin ironía: Es curioso, el nombre “Cañada de Masilla” no aparece en ninguna entrada de Google, y ni hablar de la Poza de las cañabravas. Así que, a los ojos del mundo contemporáneo, donde algo sólo existe si está en la Red, es como si ese mágico lugar nunca hubiera existido. Gran mentira, la de Internet.