sábado

PSIQUISMO ELEMENTAL

Según los que dicen saber del asunto, los animales no tienen noción del pasado o el futuro. Lo suyo es lo que podríamos llamar un "presente perpetuo" alimentado, eso sí, por los reflejos condicionados que acumulan en la lucha por la superviviencia cotidiana. 

Los seres humanos, a diferencia de nuestros primos animales, constantemente estamos recordando el pasado vivido (entre más desagradable sea, más nos regodeamos en ello) y demasiado preocupados por lo malo que pueda depararnos el futuro inminente. Quizás por ello, digo yo, por estar generalmente ajenos al presente real, somos los únicos “animales” que además de tropezar muchísimas veces con las mismas piedras sufrimos agónicamente por problemas que sólo existen en nuestras cabezas. 

Al pensamiento de los animales los entendidos le llaman “psiquismo elemental” para diferenciarlo del “psiquismo complejo” que nos caracteriza. Hasta aquí todo bien: tenemos alma, somos cualitativamente superiores a los animales, y por eso los matamos o los ponemos a nuestro humillante servicio sin sentir remordimiento alguno. Porque una cosa son las bestias y otra muy diferente los seres humanos, ¿o no?

Hoy, ante genocidios como los que están ocurriendo en Gaza y en tantas otras partes olvidadas del mundo, yo, horrorizado, me pregunto una vez más si no sería preferible que dejáramos definitivamente a un lado todas las absurdas ideologías que nos caracterizan y aprendiéramos de una vez por todas a comportarnos como los animales.

Una buena dósis de psiquismo elemental le vendría muy bien a la raza humana.

domingo

AUTORRETRATO GENÉTICO


Soy, como casi todo el mundo, hijo de mi padre y de mi madre.

A mi padre le rodeaba la aureola de tipo duro y eso que su nombre, Telesforo, incitaba al choteo criollo; pero en ese país de jodedores natos que es Cuba no conocí a nadie que se atreviera a faltarle el respeto a aquel español de voz grave, genio vivaz y acerados ojos verdes. Mi padre no tenía pasado ni familia fuera de nosotros, todo se traducía a un “allá en España”, un país que él abandonara muy joven y del que nunca llegaban noticias. Así que, fuera de mis no siempre idílicas vivencias personales, lo poco que conocí de la vida de él fue a través de las épicas batallitas que a veces, incitados por el ron, rememoraban sus viejos compañeros de los Omnibus Santiago-Habana.

Mi madre se llamaba Julia Caridad y en muchos aspectos era el polo opuesto de mi padre: tenía la piel muy blanca, el pelo castaño, la voz dulce, las formas redondeadas y los ojos rasgados, tan negros como el azabache. Nunca le vi leer papel alguno y mucho menos escribir cartas, pero atesoraba con amor todas las fotos de la familia que llegaban a sus manos. Paciente y serena aún en los peores momentos, tenía un estricto código moral que le llevaba a solidarizarse con hechos más que con palabras con cualquiera que lo estuviera pasando mal y, sobre todo, vivía muy atenta a sus tíos y primos del campo con los que había compartido una difícil infancia.


Hoy, al mirarme desnudo en el espejo luego de una larga noche de insomnio, he descubierto que de mis padres heredé los ojos rasgados de ella y la verde mirada de él, la piel rosácea de ella y el pito contundente de él, la benevolencia innata en ella y el ríspido carácter de él, el pelo castaño de ella y los dientes amarillos de él, la infinita paciencia de ella y la indomable tozudez de él. Soy una mezcla aleatoria de las virtudes y defectos de mis progenitores, y tal vez esa es la causa por la que algunas personas me consideran un hombre de buen corazón y otras afirman que soy un maldito hijo de puta. En mi defensa quisiera alegar que bajo ningún concepto puede considerárseme el último responsable de mis actos reprobables, porque lo que soy y hago no es más que el resultado del puñado de genes que sin pretenderlo he heredado. Y todo el mundo sabe que los hijos nunca deberían pagar por las culpas de sus padres.


Una buena amiga mía sostiene que yo soy gallego de la cabeza a la cintura y cubano de la cintura para abajo, aunque a mí me parece que en verdad es todo lo contrario. Mirándome bien frente al espejo, pienso que soy un imbécil con muchísima suerte, un mentiroso empeñado en decir siempre la verdad y un cobarde demasiado arriesgado. Todo en mí depende, supongo, de la parte de la herencia genética que prime en un momento determinado así que, querido lector, si por casualidad este breve comentario te parece una absoluta estupidez no dejes por ello de leer de nuevo mi blog: quizás mañana por la mañana te escriba precisamente todo lo contrario.

lunes

LA NOCHE DE LOS MUSEOS


El sábado pasado se celebró la llamada "noche europea de los museos" y, no podía ser de otra manera, el Museo del Prado abrió sus puertas hasta la una de la madrugada. El acceso a las salas de la planta principal era gratuito, con lo que el edificio se llenó de personas de las más variadas edades, procedencias e intereses. Parecía aquel abigarrado muestrario de razas y culturas diferentes una moderna Babel y así se lo dije a mi buen amigo el enano Don Sebastián de Morra, inmortalizado desde el siglo XVII en un óleo de Velázquez. Sebastián asintió y miró de soslayo al guardia de la sala antes de responderme en voz muy baja: 

- Manolito, socio, en este mundo hay gente pa tó. Yo nunca me canso de observar a los visitantes, y mira que llevo años aquí. ¡Si es que el verdadero Museo son ellos, no nosotros los de los cuadros!



viernes

LA CAÑADA DE MASILLA Y LA POZA DE LAS CAÑABRAVAS


De niño, el miedo a los cocodrilos y a caer en la oscura Poza de las cañabravas, donde según mi madre había desaparecido el viejo Maravilla con carreta de bueyes y todo, ubicaron a la Cañada de Masilla en un sitio especial en mi memoria. Hubo incluso una época en que sólo me atrevía a ir allí con mi hermanito si nos acompañaba el perro Johnny, que sabía nadar como un pez y no le tenía miedo a nada.


Los cuentos del güije que en las noches sin luna salía de su escondite en la Cañada para hacer travesuras, de las grandes truchas agazapadas en el fondo de la Poza de las cañabravas y el de las anguilas que venían desde el lejano océano Atlántico para tener sus crías en el mismo lugar donde ellas nacieran los repetía mi madre sin inmutarse, como si fueran las más evidentes verdades de este mundo. 


Pero según iba creciendo aumentaba mi osadía, y yo no encontraba en la cañada de Masilla más que pequeñas biajacas. Así, la misteriosa Poza de las cañabravas empezó a parecerme cada vez más pequeña e inofensiva; los que permanecían inalterables eran la mata de naranjas y el apretado puñado de zarzas que compartían sus márgenes con las cañabravas. Ya de mayor llevé varias veces a mis hijos y sobrinos a la zona, a pasear por el campo y cazar tomeguines con jaulas de trampa que colocábamos entre las zarzas, repitiéndoles las mismas increíbles historias que antes le escuchara a mi madre, aunque aclarándoles, eso sí, que sólo se trataba de viejas leyendas. 
En alguna que otra ocasión iba solo al lugar, cuando algo me preocupaba y necesitaba pensar en paz. Uno de esos días oscuros, llegué a la Poza, corté una vara de cañabrava, puse una lombriz como pretexto en el anzuelo y me senté a darle vueltas al problema de turno. Así, cuando menos lo esperaba, pesqué aquella impresionante anguila de casi dos metros de largo e iracundos ojos rojos que de un solo golpe resucitó la fe en los viejos cuentos de mi madre; y, agradecido, devolví el animal al agua. Pocos años después, tras la dolorosa muerte de mi madre, volví varias veces allí, a recordarla en el lugar donde trascurrieran su infancia y parte de la mía.

La última vez que fui a la Cañada de Masilla me senté en la orilla de la Poza de las cañabravas con una Biblia en las manos. Esa mañana la Poza parecía tener vida propia, acariciada por una suave brisa que hacía danzar en sutil vaivén al puñado de flores de agua que flotaban en su superficie. Permanecí un rato quieto, en absoluto silencio, y de repente vi a una trucha descomunal asomar la cabeza fuera del agua, y un sinsonte atrevido jugó con los cordones de mis botas, y multitud de insectos diferentes hicieron de mi cuerpo su camino. Los rayos del sol se escurrían entre los troncos de las cañabravas mecidas por el viento, transmitiendo una oscilante sensación de vida difícil de explicar, como si una sonrisa de güije burlón flotara en el ambiente. Sólo se escuchaba el leve crujido de las cañabravas y el cercano canto de un tomeguín del pinar oculto entre las zarzas; el aire olía a azahar, y por unos segundos el tiempo se detuvo.
Nunca más he vuelto allí, ¿para qué, si ya sabía absolutamente todo lo que tenía que saber?



 
PD sin ironía: Es curioso, el nombre “Cañada de Masilla” no aparece en ninguna entrada de Google, y ni hablar de la Poza de las cañabravas. Así que, a los ojos del mundo contemporáneo, donde algo sólo existe si está en la Red, es como si ese mágico lugar nunca hubiera existido. Gran mentira, la de Internet.

lunes

LA CULPA FUE DE LA BORRASCA



  Para los que vivimos en Galicia, estos meses de continuos temporales han sido demoledores. Experiencias como la de avanzar por la calle con vientos de más de cien kilómetros por hora zarandeándote desde todas las direcciones posibles son dignas de protagonizar "Al filo de lo imposible".  Y si la aventura se lleva a cabo con el paraguas desplegado el vértigo se multiplica, porque viene a ser algo así como combinar la habilidad necesaria para surfear en la costa hawahiana con la intrepidez de un paracaidista ciego.

  Se critica, con mucha razón, a las personas que dejan sus mascotas en cualquier desolado camino vecinal. Pero, ¿qué pensar de aquellos que abandonan su paraguas en el mismo sitio donde les sorprendió el fatal golpe de viento? Es como traicionar a un hermano inopinadamente herido de muerte. Porque en Galicia el paraguas no solo protege del mal tiempo. Aquí, además, es el fiel amigo que nos acompaña a todas partes, con el que  dialogamos en las largas caminatas citadinas, el que nos ayuda a recuperar el equilibrio ante un inopinado resbalón y constituye algunas veces, también, el pretexto perfecto para abrazar a alguien por el talle. Por lo general, el paraguas personal sabe demasiadas cosas de su dueño y une la más absoluta discreción a su evidente utilidad.

  Ayer el vendaval destrozó el estóico paraguas que me acompañaba desde hacía varias temporadas. Yo lo quería, y mucho. Era de esos aparentemente pequeños que cuando se les aprieta el botón se despliegan con fuerza inusitada, mostrándose mucho más robustos de lo que en un primer momento se pudiera imaginar. Lo compré por eso, porque me recordaba a cierta parte de mi cuerpo de la que siempre he esperado larga vida y mucha prosperidad.

 Tras una enconada batalla contra los elementos, llegué con los restos del paraguas a la cafetería donde me esperaba una reputada agente literaria a la que quería impresionar. Ella es una de esas personas cuya opinión abre o cierra puertas en el mundo editorial, y se trataba de nuestro primer encuentro cara a cara, ése que indefectiblemente define el curso que luego tomarán los acontecimientos. Llegué con bastante retraso y tras pedirle disculpas por la demora iniciamos una conversación plagada de citas literarias y otras tonterías cercanas al galanteo interesado. “Soy un puto encantador de serpientes”, pensé al constatar la forma en que ella me miraba. “Me recuerda mucho usted al John Travolta de Saturday Fever Nigth”, dijo ella al constatar mi satisfacción. “¿Travolta? –pensé-.Yo me veo más como Papá Pig”, pero dejé a un lado el espontáneo razonamiento y le respondí: “Gracias, ésa es una magnífica película”. “Sí, la película es bastante buena, pero qué lástima de actor”, apostilló la dama con una casi imperceptible sonrisa en la comisura de los labios.

 Descubrí la verdad cuando pedí permiso para lavarme las manos y tropecé con un tipo absolutamente macerado mirándome desde el otro lado del espejo del baño. Sacudidos por el vendaval, el puñado de pelos que aún se aferran a mi cabeza apuntaban, tiesos como raíles, a los cuatro puntos cardinales. Y mi pálido rostro semejaba el de Mario Vaquerizo, pero con más arrugas.

 Regresé a la mesa dispuesto a continuar representando el papel de decadente friky setentero. No valía la pena complicar el asunto con explicaciones no solicitadas y veinte minutos más tarde abandoné la cafetería con el destrozado paraguas en la mano y la certeza de haber alcanzado un rotundo fracaso en el intento de impresionar favorablemente a la agente. “La culpa es tuya, ¿por qué no aguantaste sólo un ratico más? Hubiera llegado en buenas condiciones a la entrevista”, le dije con rabia contenida al magullado paraguas y él me respondió, apesadumbrado: “Hice todo lo que pude, compañero. La culpa no fue tuya ni fue mía; fue de esta maldita borrasca canadiense que desde hace tanto tiempo nos está desbordando la bañera del patio”.