Llueve,
desde hace varios días llueve sin parar, y es el obligado momento de meditar (perder el
tiempo en boberías, diría mi madre) cerca del fuego del hogar.
Hoy, al
caminar con la mente por el almacén de mis afectos he pensado que los seres humanos pueden ubicarse en dos grupos bien
definidos: el de los que saben que el día menos pensado van a morir y el de los
que no lo saben, o no lo quieren saber.
El
creerse eterno es la gran mentira que lleva al ser humano a la vanidad, el desprecio
al semejante, a la avaricia, al ansia de poder, a los conflictos absurdos, al
egoísmo descarnado; a todo lo malo y perverso de este mundo.
Tendría
yo unos nueve años cuando entré por primera vez en un cementerio. Fernando
González, dueño de la tintorería La Habanera, era un gallego muy amigo de mi padre.
Muchas mañanas de domingo las pasaba en la tintorería de Fernando -que también
era la casa de su familia- porque me fascinaba la gigantesca Harley Davison que
él tenía aparcada en su sala, la moto más grande que jamás han visto mis ojos. Tan
grande era esa moto que en ella cabían cuatro personas sentadas una detrás de
otra y todavía sobraba un pedacito de asiento.
Esa
mañana de domingo estaba extasiado contemplando la moto cuando Fernando me puso
una mano en la cabeza.
- ¿Quieres salir a
pasear un rato?
Así fuimos
en la ostentosa Harley hasta el pequeño aeropuerto de Santa Clara. La ciudad
pasaba, rauda, a mi alrededor y yo, con los ojos enrojecidos entre otras cosas por el cortante
aire de la mañana, era feliz.
En el
aeropuerto estuvimos un rato viendo despegar y aterrizar los aviones, algo
que apasiona a cualquier niño de nueve años y a muchos adultos de cualquier
edad. Y cuando salimos del aeropuerto fuimos al cementerio. Ya sabía yo que las
personas morían, pero los muertos de que había oído hablar nada tenían que ver
conmigo.
Según
los Hermanos Maristas, las almas de los fallecidos iban al cielo, al purgatorio,
o al infierno; y las de los niños no bautizados al limbo. Sabía dónde iban a
parar las almas, pero desconocía dónde iban los cuerpos.
Y de esta manera entré
de la mano de Fernando González en aquel tranquilo lugar repleto de cruces y ángeles de piedra, hasta llegar
al sitio donde varios hombres cavaban un profundo agujero. Fernando se asomó al
agujero, le comentó algo al que parecía ser el jefe de los obreros y se volvió
hacia mí con seria expresión.
- Para esto siempre hay
que estar preparado -afirmó.
Se
trataba del panteón familiar que él había mandado construir. Muchos años más
tarde, en el entierro de Fernando me encontré de nuevo ante ese hueco, el del
día en que viajé por primera vez en moto, vi despegar los aviones y supe adónde van a parar los cuerpos de los muertos.
Hoy no
estoy triste ni nada parecido, de verdad, lo que pasa es que no tengo Facebook y desde hace varios días llueve sin
parar.